Por Pablo Salazar Carvajal*
(SÁBADO 28 DE NOVIEMBRE, 2020-EL JORNAL). En la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), la vajtiorsha era la mujer que cuidaba la entrada en las residencias; en este caso que cuento, estudiantiles y para extranjeros. Dicho de otra forma: era el valladar entre uno y la novia de uno; entre uno y el amigo; entre uno y el que —todo hay que decirlo— cambiaba dólares o vendía vodka o marihuana…. Se sabrá, entonces, que aquellas señoras (siempre eran ancianas, o mujeres a punto de serlo… a punto de ser ancianas, se entiende), no eran particularmente simpáticas. En verdad, eran endemoniadas. Ponían mil trabas, preguntaban de todo y hacían comentarios zahirientes antes de franquear el paso.
Una de ellas se destacaba por ser aborrecible en extremo. Con decir que, a sus espaldas, se le llamaba «Hitler»; y bueno, cuando las cosas pasaban de claro a oscuro, también se lo espetaban en la cara. Y esto no era poca cosa si tomamos en cuenta que estábamos en un país que había perdido a 20 millones de sus ciudadanos como consecuencia de la conducta de quien inspiraba el violento apodo. ¿Creen que la anciana, perdón, la «adulta mayor» —dioses… cada cosa que se inventan—, se recogía ante el insulto monstruoso? ¡Para nada! Aquella gárgola atacaba con todo: denigraba por fisonomía, vilipendiaba por país de origen, difamaba por situación económica… Maldecía con maldad, para decirlo brevemente.
Quién sabe por qué esa mañana, cuando presenté mi própusk (documento de identidad) para entrar al edificio, la horrible vieja ¡me saludó! «Buenos días, joven». Me quedé en una pieza: «Hitler» me había saludado. «Buenos días» respondí. Y ya iba yo para adentro cuando una segunda frase me llegó: «Lindo día, verdad». Era cierto. Era un día de invierno, soleado, de un frío agradable, de esos que la luz rebota contra la nieve brillante y, entre los álamos, se eleva y pega en el cielo azul, y uno da las gracias por ser espectador de aquello. «Muy bonito» respondí y me detuve. El asunto era extraño. Esperé algo más y, en efecto, llegó: «Las mañanas soleadas de invierno siempre me recuerdan Leningrado… durante la Guerra», agregó sin ninguna intención en la voz, al tiempo que dirigía la vista hacia una de las ventanas.
Perdóneseme una digresión necesaria. San Petersburgo —durante el período soviético se llamó Leningrado— es una ciudad, de belleza extraordinaria, que durante la Segunda Guerra Mundial (curso de la «Gran Guerra Patria», al decir de rusos y muchos soviéticos) fue sitiada y bombardeada, día a día, sin tregua, por dos años, cuatro meses y diecinueve días. Hitler —el verdadero— le ordenó al general Whilhem von Leeb acabar con vida y hacienda de cuantos encontrara ahí. El militar quiso hacer caso. No pudo entrar a la fuerza bruta. Decidieron, los mandos alemanes, sitiar y matar, por hambre y necesidad, a las mujeres y a los hombres. La gente defendió la ciudad. Y fue una defensa brutal: partidas por bombas, metrallas, cascotes, hambre, frío, enfermedad y angustia murieron un millón doscientas mil personas.
Los restantes, los supervivientes, cuidaron de sí y de otros, salvaguardaron edificios (encima del Ermitage —museo y pinacoteca, de lo más importante que el género humano ha hecho— dispusieron una red que cumplía la doble función de «atrapar» las bombas antes de que cayeran y estallarán; y de desdibujar el perfil del edificio para que no fuera blanco directo de los cañoneos), trabajaron en lo urgente, mataron nazis, protegieron su patria con 400 gramos de pan al día… o de aserrín, o de papel, o de carne de cualquier tipo de ser viviente, y, ante el espanto, ante el horror, continuaron haciendo arte. No desampararon la Cultura. Y, al hablar de hacer, aquí un fragmento del blog «Contratiempos, música en medio de la guerra mundial»[1]: «El 9 de agosto de 1942, la increíble capacidad logística y el amor por el arte de los soviéticos [marcan] un hito. La Séptima sinfonía [Leningrado, de Dmitri Shostakóvich] logra estrenarse en la ciudad que le da nombre, a pesar del asedio. A duras penas el director Karl Eliasberg logra reunir a 15 supervivientes de la Orquesta de la Radio de Leningrado, se hace un llamamiento a músicos que estén luchando en el frente para completar la orquesta, las partituras llegan a la ciudad lanzadas desde un avión, en toda la ciudad se instalan grandes altavoces para que la población escuche la sinfonía interpretada desde el Grand Philharmonia Hall…».
Regresemos con la vajtiorsha que saluda y opina en la entrada de una residencia para estudiantes extranjeros.
—¿Dice usted que estas mañanas le recuerdan la guerra? —pregunté.
—No exactamente la guerra. Sino la mañana en que supe que habría concierto. Es raro que el invierno me la recuerde, ya que fue en verano y hacía calor… No sé, tal vez por contraste, quién sabe. Yo tenía veintiséis años y faltaban, qué sé yo, un mes-dos meses, para que oyéramos lo que Shostakóvich había compuesto ahí, en medio de las bombas. Y supimos, también, que cobrarían… No sé cuánto… Es más, no recuerdo si llegaron, en efecto, a cobrar. Lo que sí sé es que me di a buscar dinero… Después de los bombardeos, en verdad en cualquier momento, a los cadáveres les registraba los bolsillos para ver si encontraba algún kópek [céntimo de rublo]. Y es que, claro, lo de la Séptima era una cosa de dioses, pero, siempre, de una forma u otra, aquí o allá, se montaban, ensayaban y representaban óperas y yo, ¡yo amo la ópera! Y muchas veces cobraban y no tenía plata para ir…
El relato me impresionó. Sin embargo, no fue por la mujer que amaba la ópera y que burlaba y le robaba a la muerte para asistir a ella o a los conciertos. No sentí compasión porque la vajtiorsha no lograba, ni lo deseaba, despertar ningún tipo de piedad; no era una dulce babushka (abuelita) y la animadversión que se le tenía se sobreponía a cualquier tipo de afecto. Lo que sentí fue una admiración enorme, una fascinación, un respeto por la grandeza, por la majestad extraordinaria de aquel pueblo (y entre éste, sí, ahí sí, incluida la vajtiorsha) y por las feroces administraciones estalinistas para destinar recursos —cuya carencia, literalmente, implicaba morir— a la Cultura.
La cosa es que no dije nada. La mujer, me pareció, dejó de reparar en mí. Metí el própusk en un bolsillo y subí por la escalera. Iba yo por el segundo piso y pude escuchar la voz desagradable de la vieja que me advertía, y ordenaba, que tenía que salir antes de las 10 de la noche, y que me devolviera porque tenía que dejar el documento a la entrada… No me devolví.
***
Ahora, ¿para qué cuento esto? Lo cuento para hacer relato de que hay lugares y momentos donde no redujeron el interés y el respeto por la Cultura, ni aun cuando en las calles y aceras se pudrían, esparcidas, las vísceras humanas quemadas por esquirlas.
No es que había «faltantes fiscales»; no es que había que «maximizar los recursos escasos»; no es que había «que poner orden en ministerios»; no es que «los empleados públicos —esos parásitos infectos— se comen nuestros impuestos»; no, no era eso. Era que niños reventaban de gusanos; hombres que veían su sexo y piernas aplastados por escombros; mujeres con un tiro limpio que les atravesaba y ennegrecía el cerebro y no les permitía ni cerrar los ojos. Era eso; eran cosas mucho, ¡muchísimo!, más horribles las que sucedían y… Y, sin embargo, las gentes se aunaban al amor de un escenario para ver y escuchar belleza.
No sé, tal vez haya diferencias entre los diputados ticos, los cercenadores de recursos para Cultura, y las gentes defensoras de ciudades y músicas.
*El autor es escritor. Licenciado en Derecho. Tiene una Maestría en Lexicografía de la Real Academia Española (RAE) y es el autor del «Diccionario usual del Poder Judicial», de Costa Rica.
[1] https://www.elsaltodiario.com/contratiempos/musica-en-medio-de-la-guerra-mundial