EL JORNAL LITERARIO pone en sus manos un artículo delicioso sobre el arte de novelar, en el que se separan los ríos del contenido y del estilo, que apareció en el libro  «El novelista y las novelas», publicado por Emecé en 1959, pero que guarda una gran actualidad.

Por Manuel Gálvez*

(VIERNES 01 DE ENERO, 2021-EL JORNAL). Estilo y prosa. No deben ser confundidos. El estilo es el conjun­to de medios de que se sirve el novelista. Dentro del estilo está la prosa. Pero el término «es­tilo» abarca mucho más: los modos de dialogar, de escribir, de retratar a los personajes, de empezar y ter­minar la novela. Estilo y técnica son voces de significado análogo, pero la técnica se refiere a lo material, a lo exterior. El estilo sale de adentro del autor. Es el modo como su espíritu se realiza.

Pocos tienen estilo propio, personal, original. Pero decir de un novelista que «no tiene estilo» es erróneo: siempre hay estilo, porque siempre hay una manera de expresarse. En los novelistas mediocres el estilo no suele dejarse ver. O se ven los procedimientos ajenos, imi­tados.

Hay quienes opinan que el estilo debe ser siempre el mismo: el cambio de estilo, según ellos, indica falta de personalidad. Pero el escritor cuyas novelas son ex­teriormente iguales, se repite y el repetirse es una des­gracia. Zola escribió treinta y tres novelas, todas com­puestas y escritas de tan idéntica manera que, cuando hemos leído diez, podemos decir que las hemos leído a todas. Balzac no se repitió nunca, ni Flaubert, ni Tolstoi, ni Galdós. Jean Cocteau dijo: “A cada nueva obra vuelvo sistemáticamente la espalda a la que pre­cede: es el medio de estrenar siempre, vale decir, de permanecer joven”.

El estilo no se debe buscar. Debe ser una expresión de la sinceridad, la personalidad, el conocimiento y las ideas.

También influyen en el estilo, y en los cambios de estilo, las circunstancias generales y las propias. El que ha escrito novelas en un pueblito difícilmente po­drá, si se instala en Buenos Aires, seguir novelando con el mismo estilo. Todo influye en el novelista: las crisis económicas, la situación política, las desgracias de fami­lia, las enfermedades. Todos cambiamos algo, por lo menos algo, en nuestras ideas políticas, sociales, lite­rarias y aun religiosas. Quien afirme no haber cambiado jamás es un farsante. Pues bien: esos cambios se re­flejan en el estilo.

No menos, naturalmente, influye el asunto. No han de ser realizadas del mismo modo una novela de la vida contemporánea y una de ambiente histórico; una novela poética, idílica, y una de los bajos fondos; una novela de análisis y una brutalmente realista. El autor de novelas debe poseer, y en alto grado, lo que llamaré “el sentido de la adecuación”.

Se me ha reprochado que mis novelas fuesen muy diferentes entre ellas. En efecto, salvo las once de am­biente histórico, las demás son distintas unas de otras, aunque el modo de presentar a los personajes y de con­ducir el diálogo sea más o menos el mismo. Pero ¿cómo podía ser realizada El Cántico Espiritual, novela de análisis, con igual estilo que La Maestra Normal, no­vela realista e irónica, que refleja la vida de un pequeño pueblo de provincia? El cambio en el estilo y las causas que lo produjeron pueden observarse en la obra de Eça de Queiroz.

Mientras fue ateo, materialista y ex­tranjerizante, produjo novelas objetivas, de técnica ajus­tada, de frase breve, como El primo Basilio; pero cuando se hizo espiritualista, y aun católico, y desdeñó el extranjerismo y volvió los ojos al amor de Portugal, de los campos, de la vida sencilla de su patria, escribió en un estilo muy distinto, en «gran estilo», recurriendo a la frase larga, a las descripciones poéticas.

Pero dejemos el estilo propiamente dicho, y entre­mos a hablar de la prosa.

 

LA PROSA NOVELÍSTICA

 

Honoré de Balzac

Empezaré afirmando que la novela tiene una prosa distinta que el ensayo, la historia, el cuento mismo y otras formas literarias. Paul Bourget dijo de Balzac: “Sus novelas, a las que se ha reprochado estar mal escritas, están, por el contrario, maravillosamente escritas, en tanto que novelas”.

Mientras en el ensayo puede el es­critor hacer bellas frases, recurrir a las imágenes, a los ornamentos de toda especie, en una novela, sí así lo hace, la mata. El novelista —cuando habla directamen­te, porque cuando hablan los personajes no ha de ocurrir lo mismo— debe expresarse en prosa clara, sencilla, so­bria, sin elocuencia ni charlatanería. “Hay que arran­carse el cáncer lírico”, dijo Flaubert, y es verdad.

He citado ya una opinión de Pirandello sobre la moderna y exagerada preocupación de la forma, que “los antiguos no tenían”. Citaré otras opiniones para demostrar cómo se trata de un concepto generalmente aceptado. Anatole France dijo que las novelas no debían estar demasiado bien escritas. Maurois se pregunta por qué, siendo suficiente la palabra, hemos de «adornarla de falsa, fea e inútil pedrería».

Pío Baroja, en uno de sus sensatísimos «pequeños ensayos», dice, refiriéndose a la prosa de las novelas: “Para mí no es el ideal del estilo ni el casticismo, ni el adorno, ni la elocuencia; lo es, en cambio, la claridad, la precisión y la elegancia”.

Todo aquello que interrumpa la emoción, la sensa­ción o el simple relato, debe ser rechazado. Los términos afectadamente castizos son abominables, no tratándose de una novela de asunto español, como La Gloria de Don Ramiro o El Embrujo de Sevilla.

Igualmente per­judicial es el barroquismo. Sin llegar a tanto, el ex­ceso de términos raros no conviene: la búsqueda en el diccionario interrumpe el interés y la emoción. Tam­poco es buena la prosa entonada, como la de Barrés, gran escritor pero no gran novelista; ni la arcaizante, ni, como la de Gabriel Miró, exquisita y artificiosa.

Paul Bourget ha escrito: “La novela debe poseer mo­vimiento, y el movimiento tiene como condición esencial que ninguna frase se detenga y haga una saliente, que los detalles se fundan los unos en los otros y no lean notados. Ocurre en la novela como en los frescos. El ancho golpe de brocha es en ellos necesario, y el refi­namiento del miniaturista sería allí el peor de los defec­tos”. Pero esto no significa que el novelista, puesto que la novela es un género literario, pueda prescindir de la sintaxis y dejarse llevar por el correr de la pluma.

 Bour­get agrega que la novela «debe quedar escrita, no como los Goncourt, con escritura artística, sino sencillamente, en una lengua vigorosa y firme. No es deseable que alguna de sus frases pueda ser señalada como un mode­lo de gramática. Es necesario que no sean incorrectas ni flojas».

Tampoco la prosa novelesca ha de ser demasiado rica de vocabulario, como la de Huysmans. Sobre la prosa de Emilia Pardo Bazán tengo escrito: «La prosa novelesca no debe ser en exceso literaria. Debe ser desnuda, sen­cilla, con el color necesario —jamás con exceso de co­lor— y con la música necesaria, jamás con el ritmo de la oratoria.

Y es sin duda por causa de su prosa que las novelas de la escritora gallega no nos conmueven. A los americanos, ese ruido de palabras nos aburre y des­agrada”. Ahora agrego que, en la prosa novelística, nada cada debe interponerse entre el relato y el lector, pues lo que se interpone puede perjudicar a la «credibilidad».

Ser claro, sencillo, preciso y expresarse con el menor número de palabras. Parece fácil, y no hay nada tan difícil. Quien tiene en la mano una pluma no se resig­na a la sencillez: quiere florearse, asombrar con imá­genes, con barrocas frases. Taine dijo que se necesita­ban quince años para llegar a escribir con claridad y pereza. Acaso baste con cinco.

Eduardo Mallea escribió: “En materia de novela, la buena literatura es la que carece de literatura”. Como se ha leído, opino lo mismo, y desde hace cincuenta años. Pero también opino que, de cuando en cuando, un bello párrafo literario viene bien. Si alguna prosa no velística se acerca a la prosa hablada es la de Baroja, y, sin embargo, en sus novelas no faltan los bellos párra­fos, como aquel sobre el mar antiguo, en Las aventuras de Shanti Andía.

Pero la desnudez no debe convertirse en sequedad. En el cuento, la sequedad puede estar bien: no en la novela. El novelista necesita de una moderada abundan­cia de palabras para seducir al lector, interesarlo, con­moverlo y, si se quiere, engañarlo. El gran narrador debe tener algo de periodista.

No menos mala que la prosa floreada es la impresio­nista. Imágenes impresionistas, aquí y allí, está bien. Pero toda la novela, no. Igualmente es condenable la frase demasiado breve, telegráfica: la del novelista es­pañol Felipe Trigo. Debe rechazarse también la prosa rítmica. Ricardo León escribió gran parte de una de sus novelas en auténticos, aunque disimulados, versos; y Romain Rolland, una novela entera, o casi entera.

No se concibe un error más grande, extraño en escritores de experiencia como ellos. No está mal un poco de ritmo, pero ha de ser muy suave, sin llegar al verso. Algunos buenos escritores, involuntariamente, por falta de vigi­lancia, incurren en tal defecto. Así, en Doña Bárbara, una de las mejores novelas escritas en América, encon­tramos, con frecuencia, versos como éstos: “acababa de servirse un vaso de agua»; «todo era, en efecto, inven­ción suya”; “bañado en sudor, dilatados los belfos ar­dientes”.

Una cierta pureza de la prosa es necesaria: la novela no deja de ser una obra de arte. El novelista debe co­nocer bien su idioma. Nada más abominable que una larga novela escrita con pésima sintaxis. Debemos lograr la corrección gramatical, siquiera para no decir una cosa por otra; suprimir el galicismo inútil; evitar las frases hechas, como aquella de lisa y llanamente”; corregir las cacofonías demasiado notorias; ser implacable para con las expresiones y términos de mal gusto; odiar los consonantes y los varios asonantes seguidos; y cortarse a mano antes que escribir aquello de «loado sea Dios» y otros horrores de la novela española —de la mala, entiéndase— del siglo pasado.

Un problema, tanto de composición como de redac­ción, es el modo de unir los capítulos, los párrafos y las frases. Nada de «como estábamos diciendo» y otras ño­ñeces. Las palabras sin valor expresivo deben ser aho­rradas: los “pues”, los “como”, los “porque”. Así se lo oí en 1910 a Valle-Inclán. Por eso, empleo tanto los dos puntos, lo cual, además de sobrio, es elegante.

 

EL HABLA DE LOS PERSONAJES

 

Eça de Queiroz

Cuanto llevo dicho se refiere a las partes de la nove­la en que habla el autor. Los personajes deben hablar como en la realidad, inclusive incorrectamente. Son ad­misibles hasta los lugares comunes y los términos gro­seros, extranjerizados o hampescos, pero el autor no ha de complicarse con esas cosas.

Los narradores idealistas hacen hablar a los personajes como escriben ellos. Proce­den por afán de unidad o por horror a la vulgaridad del diálogo corriente. Valera no ignoraba cómo habla­ba Juanita la Larga, pero, juzgando de mal gusto el lenguaje campesino, hacía que su protagonista se expre­sase igual que él.

Henri Massis, en su pequeño libro sobre la novela y sus problemas, observa que el novelista moderno escri­be su obra en dos tiempos. En el primero, la prosa, sencilla, natural, semejante al lenguaje hablado, obe­dece al relato. En el segundo, el narrador viste a su nove­la con un nuevo traje, hecho de complicaciones esti­lísticas, de elegancias y gracias verbales. Esto, a veces, aleja a los lectores y resta valor humano a las novelas. En el primer tiempo actúa el novelista: en el segundo, el escritor. Pero el verdadero escritor, aun en el primer tiempo, cuida algo su prosa.

Sobre el segundo, cabe una observación. Vestir ínte­gramente una novela en prosa artística es erróneo. En toda novela debe haber un tono y un movimiento, los que, al ser disfrazada la novela con el nuevo traje, pue­den perderse.

Pero este segundo tiempo es necesario, sólo que debe realizarse con suma discreción. Yo, por lo general no visto íntegramente mis novelas con un nuevo ropaje. Me preocupo de suprimir lo innecesario: un capítulo de veinte páginas queda en quince: borro cuanto huela a lugar común; corto los rellenos.’ Estudio concienzu­damente el original. Coloco una imagen —si la inspi­ración me la da— allí donde conviene.

Reemplazo adje­tivos y verbos pobres por otros más expresivos. A veces, en busca de la mayor sobriedad, de dos frases hago una. Pero me cuido bien de perjudicar al relato. El nove­lista debe vigilarse mucho, ser capaz de renunciamientos y tratar su obra implacablemente, como si fuese la de un enemigo.

Antes, existía un tercer tiempo, hoy desaparecido por­que no lo permiten los editores: la corrección de pruebas. En las pruebas, tanto en las de galera como en las de páginas, se advierten mejor que en el original, aunque esté a máquina, los defectos. En las pruebas, el autor, si no es un ególatra, ve su obra con imparcialidad, poniéndose en el punto de vista de los lectores, de sus enemigos y de la posteridad. Hasta las pruebas, sobre todo las de páginas, no le entra a uno el miedo.

Hermosa época aquella en que podíamos corregir las pruebas cuanto quisiéramos. Entonces, en la corrección de pruebas reaparecía el novelista del primer tiempo. Si en el segundo el artista o poeta había modificado al novelador, en el tercer tiempo, la corrección de pruebas, el narrador se vengaba del artista o del poeta, redu­ciéndolo al mínimo.

No creo que la prosa de las novelas deba ser igual que el lenguaje hablado. El lenguaje hablado es la po­breza y la vulgaridad. Debemos escribir como hablamos, pero en forma expresiva, sin lugares comunes ni frases hechas. La prosa —como ya dije— no ha de ser ni demasiado rica de giros y de voces, ni demasiado pobre.

En ciertos momentos, sí, debe apenas notarse, debe ser descolorizada, espritualizada, reducida a un simple ve­hículo de una sensación. La prosa de Flaubert es per­fecta, pero está hecha para ser leída en voz alta, por lo cual hoy cansa mucho, sobre todo en Salambó y Las tentaciones de San Antonio, libros difíciles de leer. El concepto de Flaubert, dogma de mi generación, hoy re­sulta anticuado.

La novela no es un género extraño al arte. El novelador que sea a la vez artista debe encontrar el punto en que puedan coexistir lo humano, lo novelístico y lo literario.

 

*Poeta y narrador nacido en Paraná, Entre Ríos, Argentina, el 18 de julio de 1882. Fue nominado al Premio Nobel de Literatura en tres oportunidades. Falleció el 4 de noviembre de 1962.

 

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