Carlos Morales*

 (SAN JOSÉ, COSTA RICA, 13 DE FEBRERO, 2020-EL JORNAL).  Cuando a mediados de los años 80 un grupo de integrantes de la academia empezamos a percibir cierto declive en las formas de hacer periodismo en Costa Rica, emprendimos una solitaria campaña contra un fenómeno que denominamos el periodismo corrongo.

Amplificamos la crítica contra la subjetividad, contra la descripción rosadita, contra la frivolidad, contra la sumisión a los valores de Miami, contra el abuso del buen comer y del fast food, contra la ropa usada, contra la falta de conciencia ciudadana y en fin, contra todo lo que fuera cultura del espectáculo, que todavía no se llamaba así.

Al principio fueron los títulos y reportajitos simpáticos en los que, para informar el robo de una vaca solo ponían MUUUUUUUUU… con letra grande o le dedicaban planas enteras a cómo mover la colita en un baile de graduación o a cómo tener un buen derriére

La mayoría de las críticas iban dirigidas contra el periódico La Nación, porque allí fue donde se incubó la epidemia y porque en ese tiempo todos los otros medios locales le seguían los pasos y buscábamos atacar el mal en su raíz.

Ya cuando teorizamos la idea del periodismo corrongo en 1989 y este término sacudió muchas revistas y diarios de América y Europa (ver Internet), la tendencia había sembrado sus garras en Alemania: el infontaiment (información+diversión) conquistó los grandes medios de ese país y fue copiado en muchos otros.

Descubrimos pues que la corriente o tendencia –como dicen ahora– era mundial, y no solo de Llorente. Vargas Llosa la retrató con pelos y señales en su libro  La civilización del espectáculo (Alfaguara, 2012).

Después han venido muchas teorías y libros de filosofía que hablan de frivolización del siglo XX (Savater), delicuescencia de la cultura(Bauman), superficialidad de la educación(Freire), y todo ello confabulado con la creciente mediocridad universal que denunciara Umberto Eco,

Creo que el periodismo, desde que dejó de ser un servicio público (Informe Mac Bride), una propiedad de todos, para convertirse en una corporación plutocrática al servicio de sus dueños y su interés pecuniario, es en gran medida culpable de los valores que hoy nos rigen y nos sofocan con su estulticia.

Valores como el arte de Duchamp, que convierte en pieza de museo un excusado hediondo bajo el pretexto de que la cultura es todo y debe ser de todos y para todos, no fue más que el principio de la decadencia que hoy nos explicaría por qué alguien puede concebir que el Premio Nacional de Cultura Magón, antes honrado y resguardado por Joaquín Gutiérrez, Fabián Dobles, Marín Cañas, Paco Zúñiga, Julián Marchena, Paco Amighetti, etc., sea hoy el altar en que se puede entronizar una respetable cocinera, dueña de un katering service especializado en mesas de ricos como los del estafado Banco Anglo o de las anacrónicas monarquías europeas. Dicho sea con todo respeto para ella, pero con total irrespeto para la tendencia cultural que le permite ese inefable escalamiento artístico intelectual que se otorga por la obra perdurable de una vida y no por un cremoso de berenjena o algunos libros de recetas. ¿Seguirá la Tía Florita?¿ O el restaurante de doña Chela? ¿O inventamos un premio de culinaria como en Francia?

La cultura es todo lo que hacen los seres humanos, cierto, pero tiene su gradación, y esa gradación suele estar determinada por la trascendencia de su producto (valor que precisamente perdió nuestro periodismo hace rato), de modo que entre la bisutería de un hippie argentino en Playas de Jacó y la producción musical de Benjamín Gutiérrez, Julio Fonseca o Eddie Mora, hay una gran distancia, y para asignar un lauro nacional de millones de colones que pagamos todos los costarricenses, el parámetro que se debe usar no es el de la corronguera cultural que La Nación y sus medios aliados vienen predicando entre nuestros indefensos lectores y televidentes.

También hay buena culpa en el Ministerio de Cultura, que propicia la integración de jurados acéfalos, o casi; y en esos mismos jurados que llevan en su ADN la cultura del espectáculo inoculada por la corronguera.

Para no repetirme demasiado, en mi libro Los hechizados del siglo XXI (Prisma 2006, asequible en Amazon.com), se puede consultar toda la historia de cómo hemos llegado a tan incómoda circunstancia.

Y no debemos olvidar que vivimos en la era Trump: el mundo patas arriba, que decía Galeano; y que nos deslizamos inexorablemente hacia un mundo orweliano, donde impera el inverso de los valores, donde el corcho se hunde cuando el plomo flota y todo lo blanco será negro.

Hasta que el péndulo se dé la vuelta.

¿Verdad don Arnoldo Mora?

*Escritor y periodista

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