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Jesús al borde de la desesperanza

Jesús no deja de acompañar a los que sufren en el mundo, sostiene Leonardo Boff.
Leonardo Boff-teólogo y escritor

(SAN JOSÉ, COSTA RICA, 12 DE ABRIL DE 2020-EL JORNAL).  En este tiempo del coronavirus que está produciendo miedo y trayendo muerte a muchas personas en todo el mundo, la celebración del Viernes Santo adquiere un significado especial.

Hay Alguien que también sufrió y, en medio de terribles dolores, fue crucificado, Jesús de Nazaret. Sabemos que entre todos los que sufren se establece un misterioso lazo de solidaridad.

El Crucificado, aunque por la resurrección haya sido hecho el hombre nuevo y el Cristo cósmico, continúa, por eso mismo, sufriendo y siendo crucificado en solidaridad con todos los crucificados de la historia. Así será hoy y hasta el final de los tiempos.

Jesús no murió porque todos tenemos que morir. Fue asesinado como resultado de un doble proceso judicial, uno por la autoridad política romana y el otro por la autoridad religiosa judía. Su asesinato judicial se debió a su mensaje del Reino de Dios, que implicaba una revolución absoluta de todas las relaciones, a su nueva imagen de Dios, como “Papá” (Abba) lleno de misericordia, a la libertad que predicó y vivió frente a las doctrinas y tradiciones que pesaban sobre las espaldas del pueblo, a su amor incondicional, especialmente a los pobres y enfermos a quienes compadecía y curaba y, finalmente, por presentarse como el Hijo de Dios. Estas actitudes rompieron con el statu quo político-religioso de la época. Decidieron eliminarlo.

Tampoco murió simplemente porque Dios así lo quiso, lo cual sería contradictorio con la imagen amorosa de Dios que anunció. Lo que Dios quiso, esto sí, fue su fidelidad al mensaje del Reino y a Él, aunque eso implicase la muerte. La muerte fue el resultado de esta fidelidad de Jesús a su Padre y a su causa, el Reino, fidelidad que es uno de los mayores valores de una persona.

Los que lo crucificaron no podían definir el sentido de esta condena.

El Crucificado mismo definió su sentido: una expresión de amor extremo y de entrega sin reservas para alcanzar la reconciliación y el perdón de todos los que lo crucificaron y de solidaridad con todos los crucificados en la historia, especialmente con aquellos que son crucificados inocentemente. Es el camino de la liberación y de la salvación humana y divina.

Para que esa muerte fuese realmente muerte, como última soledad humana, pasó por la tentación más terrible por la que alguien puede pasar: la tentación de la desesperación. Esto hace patente en su grito en la cruz. El choque ahora no es con las autoridades que lo condenaron. Es con su Padre.

El Padre con quien experimentó una profunda intimidad filial, el Padre que había anunciado como misericordioso y con la bondad de una Madre, el Padre, cuyo proyecto, el Reino, había proclamado y anticipado en su praxis liberadora, este Padre ahora, en el momento supremo de la cruz, parece haberlo abandonado. Jesús pasa por el infierno de la ausencia de Dios.

Hacia las tres de la tarde, momentos antes del desenlace final, Jesús grita con fuerte voz: Eloí, Eloí, lemá sabachtani: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Jesús está al borde de la desesperanza. Desde el vacío más abisal de su espíritu, surgen preguntas aterradoras que constituyen la tentación más terrible, peor que las tres de Satanás en el desierto.

¿Era absurda mi lealtad al Padre? La lucha sostenida por el Reino, la gran causa de Dios, ¿no tiene sentido? ¿Fueron en vano los peligros que corrí, las persecuciones que soporté, el degradante proceso capital que sufrí y la crucifixión que estoy padeciendo?

Jesús está desnudo, indefenso, totalmente vacío ante el Padre que calla. Este silencio revela todo su misterio. Jesús no tiene nada a lo qué aferrarse.

Para los criterios humanos, él fracasó por completo. Su certeza interior se desvaneció. Pero aunque el suelo desaparece bajo sus pies, él continúa confiando en el Padre.

Entonces grita con fuerte voz: “¡Dios mío, Dios mío! ” En el auge de la desesperación, Jesús se entrega al Misterio verdaderamente sin nombre. Él será su única esperanza y seguridad. Ya no tiene ningún apoyo en sí mismo, solo en Dios. La esperanza absoluta de Jesús solo es comprensible asumiendo su absoluta desesperanza.

La grandeza de Jesús consistió en soportar y vencer esta terrible tentación. Pero esta tentación le proporcionó el despojamiento total de sí mismo, un estar desnudo y un vacío absoluto. Solo así la muerte es realmente completa, en palabras del Credo, un “descender a los infiernos” de la existencia, sin que nadie te pueda acompañar. De ahora en adelante, nadie estará solo en la muerte. Él estará con nosotros porque ha experimentado la soledad de este “infierno” del Credo.

Las últimas palabras de Jesús muestran su entrega, no resignada sino libre: “Padre, en tus manos entrego mi espíritu” (Lc 23,46). “Todo está consumado” (Jn 19,30) “Y dando un fuerte grito, Jesús expiró” (Mc 15,37).

Este vacío total es la condición previa para la plenitud total. Ella vino por su resurrección. Ésta no es la reanimación de un cadáver, como el de Lázaro, sino la irrupción del hombre nuevo (novíssimus Adam: 2Cor 15,45), cuyas virtualidades latentes implosionaron y explosionaron en plena realización y floración.

Ahora el Crucificado es el Resuitado, presente en todas las cosas, el Cristo cósmico de las epístolas de San Pablo y de Teilhard de Chardin. Pero su resurrección aún no está completa. Mientras sus hermanos y hermanas permanecen crucificados, la plenitud de la resurrección está en proceso y todavía tiene futuro. Como enseña San Pablo, “él es el primero entre muchos hermanos y hermanas” (Rm 8,29; 2Cor 15,20). Por eso, con su presencia de Resucitado acompaña el viacrucis de dolores de sus hermanas y hermanos humillados y ofendidos.

Está siendo crucificado en los millones de personas que pasan hambre todos los días en las favelas, en los que están sujetos a condiciones inhumanas de vida y de trabajo. Crucificado en aquellos que en las UCI están luchando, sin aire, contra el coronavirus. Crucificado en los marginados de los campos y las ciudades, en los discriminados por ser negros, indígenas, quilombolas, pobres y de otra opción sexual.

Continúa crucificado en los perseguidos por la sed de justicia, en aquellos que se juegan la vida en defensa de la dignidad humana, especialmente la de los invisibles. Crucificado en todos los que luchan, sin éxito inmediato, contra los sistemas que extraen la sangre de los trabajadores, dilapidan la naturaleza y producen heridas profundas en el cuerpo de la Madre Tierra. No hay en esta vía dolorosa suficientes estaciones para retratar todas las formas por las que el Crucificado/Resucitado sigue siendo perseguido, encarcelado, torturado y condenado.

Pero ninguno de ellos está sólo. Jesús camina, sufre y resucita en todos estos compañeros suyos de tribulación y de esperanza. Cada victoria de la justicia, de la solidaridad y del amor son bienes del Reino que está ya realizándose en la historia, Reino, del cual ellos serán los primeros herederos.

 

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