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Crónicas marcianas

(MARTES 20 DE OCTUBRE, 2020-EL JORNAL). Hubo una vez un deporte maravilloso llamado fútbol. Entonces sucedió una hetacombe. Fue como si un meteorito hubiese caído de repente en la tierra y arrasara con la especie humana. Unos marcianos del fútbol se inventaron una herramienta denominada Video Assitance Referee, conocido popularmente como VAR. Y de repente todo quedó desolado.

El VAR, que no hace las funciones de un asistente, sino las de un inquisidor, se ha olvidado de que el fútbol no le necesitaba y se ha dedicado a querer probar cómo se mueven los átomos en la cancha. Es un disparate. Un disparate doble: metafórico y real.

De pronto viene una jugada y el VAR, dispuesto a probar que los átamos se pueden ver y no intuir, tira una línea para demostrar que hacía un instante, ahí, por donde pasa la línea azul, se detectó un átomo. Para entonces, el partido ya lleva parado tres minutos. Como no hay consenso de si el átomo tenía los protones en su sitio, le piden al árbitro central que vaya a verificar y ahí se consume otro minuto.

Así, el más extraordinario de los deportes de los terrícolas se convirtió en una chapuza, en una caricatura de un dibujante torpe y oscuro. Ha habido numerosos ejemplos. El más cercano sucedió en el último de los grandes partidos que hubo en la tierra, porque después de él, ya no es posible soñar con la magia, con la destreza, con la belleza, con  la estética y la improvisación: todas ellas formas que han engalanado al fútbol a lo largo de dos siglos.

En el juego EvertonLiverpool el VAR, que muchas veces debería escribirse con B, porque quienes lo ejercen están ebrios de ego, ebrios de ceguera y ebrios de incapacidad, anularon el tercer gol de los Reds, porque Sadio Mané estaba un micrón –una milésima parte de un milímetro– adelantado.

El fuera de juego no lo podía detectar el ojo humano. Tampoco el ojo electrónico. A esta altura ya no era fútbol. Aquello se había convirtido en un juego de marcianos con una gravedad distinta, con una atmósfera importada desde el planeta rojo y a partir de ese momento reinó en el fútbol las tiniemblas.

De nada había valido la llegada al planeta de extraterrestres infiltrados como Pelé, Di Stéfano, Beckenbauer, Cryfff, Garrincha, Best, Baggio, Ronaldo, Cristiano, Messi y Maradona, todo su arte de malabaristas sempiternos.

Toda su magia infinita quedó borrada de un brochazo por ese invento del siglo XXI, que fue cancha a cancha, partido a partido, como diría el Cholo Simeone, destruyendo el fútbol federado y nos dejó un show triste, previsible, mecánico, en el que los goles se cantan uno, dos o tres minutos después, como si fuera una transmisión intergacial deficiente y remendada.

Y saber que hubo una vez un deporte sin par, como diría Don Quijote, y que se llamaba fútbol y que llenaba los estadios, y que era un carnaval perpetuo y la más extendida religión que en el mundo ha sido, pero que fue arrasada por la peste del VAR.

En adelante, solo nos quedará el consuelo de los arqueólogos que rastrearán, con la minuciosidad de relojeros suizos, las cenizas desperdigadas del fútbol por el universo entero, las que un día quizá sean incluidas para gloria y honra de la especie humana en las crónicas marcianas que un nuevo Ray Bradbury algún día escribirá.

 

*Periodista, escritor y comentarista. Premio Nacional de Periodismo Pío Víquez.

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