Carlos Morales*
(SAN JOSÉ, COSTA RICA, 12 DE SEPTIEMBRE, 2018-EL JORNAL). En las viejas andanzas de la política costarricense, los ciudadanos escogían como candidatos para los puestos de mando en los municipios, los patronatos, el parlamento, la Presidencia de la República, etc., a las personas que más se habían distinguido en su entorno de trabajo, de barriada, de voluntarismo. Pero eso sufrió un rudo cambió desde allá por los años sesenta.
En las elecciones de 1940, el Brujo del Irazú, que ya había sido presidente tres veces, se negó en forma reiterada a ser candidato, y propiciaba que los ciudadanos lo llegaran a buscar, en su casa de Puntarenas, para pedirle o rogarle que aceptara ser candidato.
Siempre decía que no, y de cada negativa salía más fortalecido como líder. Algunos malpensados cotilleaban que don Ricardo decía para dentro: “no quiero, no quiero, pero echénmela en el sombrero”.
¡Ese era un líder de masas! Y por eso lo imitaron tanto. ¿Se acuerdan de Óscar Arias en la campaña pasada?
La condición de líder no la define el líder, la define la gente que lo valora desde afuera. Así, los pueblos ven cómo sus coetáneos se van distinguiendo por cualquier tarea que ejercen y, al cabo de mucho tiempo, se ganan la condición de liderazgo que la población les otorga. No es auto-otorgable.
Por eso, a don Juan Mora Fernández hubo que sacarlo de su finquita para que asumiera el primer cargo de gobernador provincial y a don Juan Rafael Mora Porras prácticamente lo blindaron los ciudadanos para que jefeara una guerra loca contra la más grande potencia del continente, aunque viniera disfrazada de filibustera.
Nunca jamás los dirigentes se proponían a sí mismos como superdotados para encabezar una misión. Esperaban a que alguien se los reconociera y de allí que un líder auténtico, no auto proclamado, solía resultar persona bien capacitada para ejecutar lo que la colectividad le demandaba.
En ese sistema de escogencia había cierto rasgo de vanidad histórica, de falsa modestia y una gran posibilidad de acierto por el lado de los electores.
Tan era ese el funcionamiento común, que a mi me tocó ver a posibles aspirantes a la Presidencia de la República, imitando los actos de los presidentes históricos. Incluso comprando la finca y el carro de un expresidente de la República, para sentarse a esperar que la ciudadanía y el partido político vieran con más claridad que el comprador era un buen aspirante y que tenía condiciones de ser proclamado candidato.
Eso era exagerado, pero aun aceptable.
Lo que no parecía decente era el auto lanzamiento y la auto proclamación, pero con el paso del tiempo, tal incordio político social se convirtió en norma.
En los años cincuentas y sesentas se decía que en la Universidad de Costa Rica se forjaban los líderes políticos del futuro y, en efecto, la Federación de Estudiantes (FEUCR) era como una academia de dirigentes, en su mayoría para el Partido Liberación Nacional que dominó por mucho tiempo el alma máter.
Allí vi a los líderes juveniles forjarse con sus discursos de gran calado, sus propuestas inteligentes, su accionar –como se dice ahora– en los congresos estudiantiles o en las huelgas y marchas. Todo muy bien.
Hasta que un día me tocó ver, allí mismo, en una reunión de la academia, a un a pazguato que en plena asamblea para escoger director de escuela, levantó la manita y dijo que se proponía ÉL como CANDIDATO.
Yo me quedé pasmado, aunque ya había visto casi todo en las luchas internas de la U. ¿Qué va a hacer este idiota en un momento de crisis, que es cuando se prueban los líderes?, me pregunté.
Que un sujeto se lanzase solo a la gloria y el triunfo, era algo que no me había pasado todavía por el caletre. Por supuesto que no obtuvo más que un voto, pero era un arranque. Un parteaguas. Un ejemplo para el futuro. Después vi, muchas veces, cómo los candidatos autopropulsados, ante la incuria imperante, llegaban al poder y por supuesto originaban el caos.
Como espejo de la vida política nacional que era, la universidad (aquí ya se impone el plural) se empezó a reflejar en la política electoral y muy pronto vimos a los líderes auto inventados que por algún accidente del destino o de la religión, llegaron al más alto cargo y una vez que estaban en él adquirían una cara de asombro tan espeluznante que solo se puede comparar con la cara de pánico con que nosotros, sus espectadores, sus gobernados, los estábamos mirando a través de la tele en algún momento de crisis.
¡Oh manes de don Ricardo! En las crisis se prueban los líderes.
Habrá que ir pensando en una nueva escuela, una nueva fábrica de líderes. De esos que no levantan la mano sin pensarlo tres veces.