Cuando cae la tarde
(Acosta, 21 febrero, 2012). Incluso cuando nuestra filosofía sea ver en cada acontecimiento de la existencia una oportunidad de aprendizaje y madurez espiritual, en ocasiones la vida se nos pone cuesta arriba y de muchas formas comenzamos nuevamente a sentir ese amargo sabor del desconsuelo y la impotencia, que se apoderan de nuestras madrugadas e invaden en lo profundo el pensamiento.
Así terminé mi 2011 y comencé un nuevo año, en contra de mi propia forma de interpretar la vida, cargada por situaciones que, como dice el doctor James Dobson, pareciera que no tienen sentido y que por desagradables roban nuestra paz y superan nuestro entendimiento. Pero también sucede que la vida nos sacude fuertemente para recordarnos el cauce correcto cuando desviamos la atención de lo importante.
Eran poco después de las seis de la tarde del segundo lunes de enero, había un fuerte viento arrasador y alguien quizá por error, quizá intencionado, provocó un incendio forestal sobre la colina que sostiene uno de mis proyectos de vida más apreciados. En peligro por más de cuatro horas se encontraban varias casas de gente con la que crecí desde muy niña y sus bienes al igual que sus vidas fueron rescatados solo gracias a la misericordia de Dios y a un despliegue de solidaridad desesperada que rompió cercas, cortó matorrales y detuvo con el apoyo invaluable de los bomberos el fuego arrasador que se había encargado de deforestar varias hectáreas de terreno.
Para mis amigos, vecinos, y familiares esa fue una noche de temor y sobresaltos, en la que dichosamente ninguna casa fue destruida y a pesar de las llamas y el viento, ningún herido fue lamentado, para mi una noche entera sin dormir en la que di gracias a Dios, porque se detuvo el peligro me cuestionaba cual era el estado de mis robles de sabana quienes por nueve años han sido centro de atención de mis sueños, pues los cultivó mi padre en su último año de vida. Los mismos de los que he escrito a menudo y que el año anterior dieron origen al artículo Legado de Amor, cuando sus primeras flores llenaron mi alma de esperanzas.
Esa mañana desde temprano desperté a mi hija y le pedí, al igual que como yo lo hacía, ponerse una blusa verde y zapatos viejos para visitar mi pueblo y verificar hasta dónde la mano del hombre había nuevamente cobrado facturas a la naturaleza. Desde lejos la mancha de carbón y cenizas dibujaba un panorama sombrío y demostraba la fuerza que ese incendio había alcanzado horas antes.
Cuántos de los quinientos robles habría con vida, qué otras especies terminaron carbonizadas, cómo hacer para reforestar el terreno ante tal devastación, eran las preguntas que intentaba responder mientras me adentraba en la finca y veía mandarinos, vainillas, nances, güízaros y robles y más robles quemados a mi paso.
Y esa mezcla intensa de alegría y dolor cuando encontré dos cortezas amarillos aún vivos, el Guanacaste, guachipilines y otro número importante de robles que el inquieto fuego por regalo de Dios había esquivado y dejado ilesos. Entonces recordé que la vida es esto, un juego extraño de pérdidas y ganancias que hay que saber asumir. Y que después de las llamas y la destrucción solo Dios sabe cuánto ha de resistir la experiencia.
Sin detenerme mucho a inventariar mi finca salí al encuentro con Doña Mela y Cúper, mis amigos y vecinos más cercanos al terreno, y pude valorar el peligro que les atacó esa noche, las gallinas con sus crestas quemadas, las canoas de su casa derretidas, y árboles en su lindero absolutamente destruidos por el fuego; se reflejaba en sus ojos tiritantes el dolor y la gratitud, el miedo y la confianza en Dios, el desconsuelo y la esperanza a pesar de lo ocurrido.
Han pasado poco más de ocho días de que ocurrió el incendio y todavía el olor a quema invade las calles y lleva hasta las casas la brisa cargada de cenizas. La gente comenta sobre las imágenes de esa noche y las acciones heroicas que muchas personas se vieron obligas a realizar. Las familias sienten miedo y agradecen por la suerte que tuvieron. Se siguen preguntando quién fue el cobarde que dio origen a tales pérdidas y por qué escondió su identidad tras el horror de lo acontecido. Sigo convencida del amor solidario de mi gente; amada gente acosteña.
Han pasado poco más de ocho días y ya Cúper me pidió permiso para sembrar frijoles, quizá maíz y ayotes, para evitar lamentarse por los mangos, el madero negro y los laureles que le permití cultivar hace años detrás de su casa y cuyas ramas fueron amenazadoras sobre tu techo. Han pasado poco más de ocho días, y a pesar de los consejos de no invertir en reforestar mis robles, no tuve la resistencia para esperar el invierno y descubrir qué renacerá en abril, y he decidido canalizar toda esta energía en intentar salvar algunos de los carbónicos arbolitos, tarea que confió tendrá buenos frutos.
Han pasado poco mas de ocho días y sé que el verde de mi blusa era verde de esperanza, y que en mi lista de proyectos uno más que no pensé agendar, será reforestar mis sueños y regar mis robles esperando que muchos broten y sus raíces sean tan fuertes como mi fe.
25 de enero 2012