(MIÉRCOLES 24 DE JULIO, 2024- EL JORNAL). Al mejor estilo de los agentes policiales de siempre, los golpes dados a la puertas aquel 21 de octubre de 1869, casi matan del susto a Mariano, Leonor y Pepe, su hijo mayor y único varón. El objetivo del operativo ordenado por el oscurantismo español era la detención del muchacho de solo 17 años, conducirlo a prisión y formalizar la acusación de “infidente” por el contenido de una carta dirigida a un condiscípulo, en la cual le recuerda el deber con la Patria y la suerte que corren los apóstatas.
Ya para el 4 de abril de 1870, José Julián Martí Pérez (1853-1895) ingresa a unas canteras llamadas de San Lázaro, arrastrando cadenas en sus pies y una pena de seis años de trabajos forzosos, a sus espaldas, por el delito ya citado.
Está documentado, como entre la cal viva, que cuece su piel, sus pies encadenados y humillaciones de quienes reciben pagos de sus amos para ello, Martí comienza a templar su corazón y mente, junto a todos aquellos hombres y mujeres del mundo, empeñados luego en rechazar la sumisión y la indignidad como forma de vida posible.
Su grandeza, vigente hoy en día, está recogida es una fotografía enviada desde prisión a su madre un 28 de agosto, donde deja fría a su progenitora y puede leerse en la parte de atrás de dicha imagen: “Mírame, madre, y por tu amor no llores,/ si esclavo de mi edad y mis doctrinas/ tu mártir corazón llené de espinas,/ piensa que nacen entre espinas flores”.
Aunque, posteriormente, este jovenzuelo es traslado como desterrado a la isla de Pinos (actualmente de La Juventud), surgirá desde allí y para siempre un inmenso faro para los pueblos que creen posible un mundo de justicia, de respeto a todos y realización como seres humanos. De allí surge un hombre de baja estatura, tendrá un amplia frente, como si viniera marcado por el destino a hacer suyo el mundo, y bigote tupido, sin mayores espacios para tentaciones que entorpezcan el alma. Por el contrario, su bozo revoloteará cadenciosamente cada vez que levantase la voz a favor de quienes se resisten a caminar de rodillas y censuran la frivolidad; mira con tristeza a quienes quieren convencernos que todo “costo de oportunidad” es el modelo a seguir.
Para Martí no cabe que todo principio tiene un precio, o el fin justifica los medios; no existe las medias tintas o el claro oscuro, cuando se trata de los derechos por la vida, la igualdad o la justicia, tanto de quienes están aquí o allá, conocidos o desconocidos, gente de su siglo o los siglos que vendrán.
En el alma y la razón de este excepcional maestro no hay odios. No hay rencores. Quienes odian a este prócer son los pusilánimes, los genuflexos del imperio, con nuevas formas y extendido más allá de 200 años de injusticias, saqueo sostenido y simulaciones de toda clase, desde el río Bravo a la Patagonia, desde Haití hasta las Malvinas.
Quienes tienen rencor son aquellos que tratan de ocultar su grandeza y vigencia en pleno siglo XXI como si su legado fuese transitorio y una o muchas manos sucias pudieran sepultar su filosofía de vida. Los rencorosos son otros. El resentimiento proviene de aquellos timoratos que callan más de 60 años de bloqueo financiero y comercial contra un pueblo que apostó por el apóstol, son quienes guardan silencio sobre los ataques bacteriológicos contra la producción de tabaco, o miran hacia otro lado cuando los terroristas hacen explotar aviones en pleno vuelo y, luego, sus autores son recibidos por sus financistas como héroes protegidos y ejemplo de “libertad” .
Evocan al apóstol glorioso para infiltrar el terror dentro de la isla, porque están sedientos de sangre creyendo que España es y seguirá siendo la dueña de la ínsula con otro nombre, el imperio —para estos siervos— puede decir quiénes son sus nuevos esclavos y quiénes merecen formar parte de sus ONGs, arrastrándose por un pago lisonjero, por servicios prestados.
Ese es Martí, quien sin odios ni rencores nos dice la ruta a seguir sin dudas, ni bajando jamás la cabeza por grandes que sean las guillotinas modernas. Un retrato excelentemente logrado nos lo da la pluma del querido José María Zeledón en la letra del benemérito Liceo José Martí de Puntarenas, que tanto infla el pecho de emoción a sus alumnos (también a algunos entrados en años) cuando cantan: “…Martí fue el apóstol más grande de su época/puro en su palabra, valiente en su acción/ vivió su enseñanza con unción profética / y murió por ella frente al opresor/ sigamos su ejemplo los que en esta escuela/vivimos el culto del libertador…”.
No entiendo, por eso (lo digo con amor martiano), que la Cátedra José Julián Martí Pérez, impartida en el Centro Universitario de Puntarenas, de la Benemérita de la educación, la Universidad de Costa Rica, haya naufragado en la ciudad porteña visitada por el prócer y por quien el puntarenense siente devoción especial, según investigación realizada por el periodista José Eduardo Mora Mora.
En el Semanario Universidad, Mora Mora nos contó que el cierre solo podían llevarlo a cabo los profesores encargados de la cátedra y no unilateralmente por el director de ese centro regional de la benemérita de la educación costarricense.
Se argumenta carencia de fondos o cualquier otro motivo circunstancial, acepten los profesores dicho fin de la cátedra o todo haya quedado en una tentativa, porque hay martianos dispuestos a aportar su tiempo mientras encuentran contenido para el curso, “Martí será el guía, Martí la bandera” para miles de costarricenses que sí valoran el cariño que este gigante sintió por nuestro país en las dos ocasiones que estuvo con nosotros.
¡Qué honra personal el que estuviera entre nosotros y qué lástima por quienes el tiempo carcomió la memoria!