CIUDAD Y CAMPO
(Lunes 2 de julio, 2012). Estaba apunto de escribir una diatriba contra el Poder Judicial de Costa Rica, porque recibí un correo de la Sala Segunda en el que daba cuenta de un fallo con el titular “inadmisible despido por enfermedad” y en la nota se hablaba de “ingerencia”, así con g, lo que es equivalente a escribir amor con h.
“Fallo señala que intención de patrono de controlar qué padecimiento tiene, cómo y dónde debe tratárselo, es una ingerencia indebida que vulnera derechos fundamentales…”.
La injerencia indebida no creo que sea del patrono, más allá de lo que diga el fallo, sino del redactor de la nota que vulneró los derechos fundamentales de sus desgraciados destinatarios.
En esas elucubraciones andaba, cuando a la medianoche detecté un error ortográfico en un escrito que había redactado en la tarde del miércoles 27 de junio y que de haberse plasmado, me habría obligado a lanzarme desde los 200 metros en el Soslayo, un buen lugar para morir en situaciones como esas, y que es un farallón con conexión directa al infierno.
Estuve a punto de suspender en ortografía y solo me salvé por un destello de mis humildes años de lector solitario, que detectaron el yerro antes de que las rotativas me despedazaran por siempre y para siempre.
Siempre he creído que un error ortográfico es un error del alma y que revela nuestra pobrezas y a veces nuestras ignorancias, pero no estoy seguro de que ello sea realmente así.
Desde que en tercer año de colegio la profesora de español Xinia Madrigal me devolvió un examen con una corrección, me juré cruzar fronteras, mares y ríos para evitar que ello me volviera a suceder, pero tengo que aceptar que la ortografía es tan traicionera como el amor, por lo que rezo al creador de las palabras para que me proteja de sucumbir en el intento.
Lo más recomendable cuando nos sucede un descalabro ortográfico, aunque yo no podría lograrlo, es actuar con la mayor naturalidad.
Sucedió que en una clase de literatura en la Universidad de Costa Rica (UCR), la doctora en letras que daba la lección escribió “uraño”, por lo que acto seguido un compañero la corrigió y ella, de la forma más tranquila, le pidió disculpas a su alumno y le dijo que no recordaba haber escrito esa palabra en muchos años y que, por favor, procediera con indulgencia.
Ahí quedó resuelto el horror ortográfico, y la doctora, profesora con una admirable reputación internacional, prosiguió sin inmutarse el resto de la clase.
Gran lección, pero sigo pensando que los errores ortográficos son errores que lastiman el alma y que son más lamentables que los gramaticales, aunque estos tengan relación directa con el pensamiento.
La triste moraleja es que estuve a milésimas de suspender en ortografía, yo que me precio de ser un discípulo lejano del admirable Álex Grijelmo.
Lo lamentable, no obstante, es comprobar que, por ejemplo, en una entrevista periodística, como la que leí el sábado 30 de junio, los errores van y vienen y el comunicador ni se inmuta y mucho menos el editor, que tuvo la salvaje sensibilidad de publicar semejante barbaridad.