Por LEONARDO BOFF
(SAN JOSÉ, COSTA RICA, 13 DE ABRIL, 2017-EL JORNAL). Hoy la mayoría de la humanidad vive crucificada por la miseria, por el hambre, por la escasez de agua y por el desempleo. También está crucificada la naturaleza devastada por la codicia industrialista que se niega a aceptar límites. Crucificada está la Madre Tierra, agotada hasta el punto de haber perdido su equilibrio interno, que se hace evidente por el calentamiento global.
El mirar religioso y cristiano ve a Cristo mismo presente en todos estos crucificados. Por haber asumido totalmente nuestra realidad humana y cósmica, él sufre con todos los que sufren. La selva que es derribada por la motosierra son golpes en su cuerpo. En nuestros ecosistemas diezmados y las aguas contaminadas, él continúa sangrando. La encarnación del Hijo de Dios estableció una misteriosa solidaridad de vida y de destino con todo lo que él asumió, con toda nuestra humanidad y todo lo que ella supone de sombras y de luces.
El evangelio más antiguo, el de san Marcos, narra con palabras terribles la muerte de Jesús. Abandonado por todos, en lo alto de la cruz, se siente también abandonado por el Padre de bondad y de misericordia. Jesús grita:
«»Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» Y dando un fuerte grito, Jesús expiró”» (Mc 15,34.37).
Jesús no murió porque todos morimos. Murió asesinado de la forma más humillante de la época: clavado en una cruz. Pendiendo entre el cielo y la tierra, agonizó en la cruz durante tres horas.
El rechazo humano pudo decretar la crucifixión de Jesús, pero no puede definir el sentido que él dio a la crucifixión que le fue impuesta. El Crucificado definió el sentido de su crucifixión como solidaridad con todos los crucificados de la historia que, como él, fueron y serán víctimas de la violencia, de las relaciones sociales injustas, del odio, de la humillación de los pequeños y del rechazo a la propuesta de un Reino de justicia, de fraternidad, de compasión y de amor incondicional.
A pesar de su entrega solidaria a los otros y a su Padre, una terrible y última tentación invade su espíritu. El gran choque de Jesús ahora que agoniza es con su Padre.
El Padre que él experimentó con profunda intimidad filial, el Padre que él había anunciado como misericordioso y lleno de bondad, Padre con rasgos de madre tierna y cariñosa, el Padre cuyo Reino él proclamara y anticipara en su praxis liberadora, este Padre ahora parece haberlo abandonado. Jesús pasa por el infierno de la ausencia de Dios.
Hacia las tres de la tarde, minutos antes del desenlace final, Jesús gritó con voz fuerte: “Elói, Elói, lamá sabachtani: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Jesús está al ras de la desesperanza. Del vacío más abisal de su espíritu irrumpen interrogaciones pavorosas que configuran la más sobrecogedora tentación sufrida por los seres humanos, y ahora por Jesús, la tentación de la desesperación. Él se pregunta:
“¿Será que fue absurda mi fidelidad? ¿Sin sentido la lucha llevada a cabo por los oprimidos y por Dios? ¿No habrán sido vanos los peligros que corrí, las persecuciones que soporté, el humillante proceso jurídico-religioso en el que fui condenado con la sentencia capital: la crucifixión que estoy sufriendo?”
Jesús se encuentra desnudo, impotente, totalmente vacío delante del Padre que se calla y con eso revela todo su Misterio. No tiene a nadie a quien agarrarse.
Según los criterios humanos, Jesús fracasó completamente. Su propia certeza interior desaparece. Pero a pesar de haberse puesto el sol en su horizonte, Jesús continúa confiando en el Padre. Por eso grita con voz fuerte: “¡Padre mío, Padre mío!”. En el punto máximo de su desespero, Jesús se entrega al Misterio verdaderamente sin nombre. Será su única esperanza más allá de cualquier seguridad. No tiene ya ningún apoyo en sí mismo, solo en Dios, que se ha escondido. La absoluta esperanza de Jesús solo es comprensible en el supuesto de su absoluta desesperación. Donde abundó la desesperanza, sobreabundó la esperanza.
La grandeza de Jesús consistió en soportar y vencer esta temible tentación. Esta tentación le propició una entrega total a Dios, una solidaridad irrestricta con sus hermanos y hermanas, también desesperados y crucificados a lo largo de la historia, un total despojamiento de sí mismo, un absoluto descentramiento de sí en función de los otros. Solo así la muerte es muerte y podrá ser completa: la entrega perfecta a Dios y a sus hijos e hijas sufrientes, sus hermanos y hermanas más pequeños.
Las últimas palabras de Jesús muestran esta entrega suya, no resignada y fatal, sino libre: Padre, en tus manos entrego mi espíritu (Lc 23,46). Todo está consumado (Jn 19,30).
El viernes santo continúa, pero no tiene la última palabra. La resurrección como irrupción del ser nuevo es la gran respuesta del Padre y la promesa para todos nosotros.