Por Carmen C.
DÉCIMA ENTREGA
(SÁBADO 15 DE ABRIL 2023-EL JORNAL). Caminando por la playa evoqué con nostalgia y gratitud el nombre de Azucena alma de corazón puro, cariñosa, sensible, reflexiva, generosa, capaz de aceptar el dolor en silencio, perdonando sin juzgar, esperando con optimismo cada amanecer; espíritu bueno, que un día por algún motivo Dios ubicó en mi camino.
Su confianza y espiritualidad dejaron huella en mi vida
Azucena nació en 1940, vino al mundo con la ayuda de una comadrona en la casa de sus padres en la finca cafetalera en la que vivió hasta al final de sus días. A sus 14 años, era una muchacha de tez morena ojos negros, cabello negro lacio, delgada, de mediana estatura. Tenía una hermana menor con quien compartía travesuras, secretos y fantasías de adolescente, pero lo que más le divertía era repetir las conversaciones eróticas e historias de sus tías acerca de las aventuras que habían vivido en épocas de su juventud en los cafetales y escondites con los muchachos del pueblo; algunos hijos de los peones de los abuelos. Esas travesuras se repetían en las tardes de lluvia escondidas y en completo silencio detrás de las paredes, puertas o debajo de las camas.
Azucena fue una adolescente como las otras muchachas de su pueblo, tenía un novio con quien pronto se casaría siguiendo los consejos de su madre quien le repetía que no quería que se quedará sola, convertida en una solterona al cuidado de sobrinos o familiares ancianos consumados.
Ella fue una niña feliz, hasta que el acontecimiento de la época nubló su vida a mediados del año 1954, cuando enfermó de lepra, y a pesar de los muchos intentos de sus padres encubriéndola para que no la separaran de la familia, los funcionarios del Ministerio de Salubridad Pública se la llevaron al Sanatorio Nacional Las Mercedes, lugar que se convirtió en su hogar bajo el cuidado de las Mongas de La Caridad, y en compañía de otros amparados como ella, ahí vivió los ocho años más dolorosos de su vida, no volvería a ser la misma , poco a poco su cuerpo se fue deteriorando, sufriendo deformidades y reducción de la movilidad en sus extremidades y la aparición de manchas en su piel.
A pesar de los cambios, no perdió la tranquilidad, guardaba en su memoria los recuerdos compartidos con su hermana y rara vez pensaba en su novio, quizás porque había conocido a Raúl, un muchacho que al igual que ella en medio del silencio invocaban a la Virgen María, seguros de que pronto estarían fuera de aquel lugar, hasta que una mañana luminosa Azucena regresó a su hogar y dos meses después Raúl tocó a su puerta y mientras un fuerte abrazo los unía lloraban de alegría y se declaraban su amor.
¡Aaaaahhh! , mi querida amiga, los días y años fueron pasando Azucena y Raúl se amaban, se cuidaban, aceptando sus limitaciones compartiendo sus memorias con alegría ,sin perder la ilusión de cumplir con algunas de sus fantasías truncadas por las adversidades, pero una madrugada el corazón de Raúl se detuvo y Azucena quedó al cuidado de su hermana, la cual se había convertido en la esposa de su antiguo novio.
El día que la conocí ella se convirtió en mi tía, la visitaba por lo menos dos fines de semana al mes, aunque eso significaba desplazarme 62 kilómetros, era muy divertido disfrutar con ella el sábado por la tarde las películas de Pedro Infante, de quien tenía un retrato en la sala de su casa, donde su ídolo mexicano posaba con un gran sombrero de color negro un cigarrillo encendido y una mirada seductora.
En algunas ocasiones acompañábamos al artista repitiendo sus canciones, ella hacía movimientos con sus manos, mientras yo intentaba imitar los pasos de las bailarinas mexicanas. En la noche sentadas en el corredor de la casa hacíamos en ‘crochet’ aplicaciones para manteles y suéteres de lana que me encantaba lucir orgullosa en las noches frías capitalinas.
Recuerdo frente a esta playa, como si fuera hoy, cuando
me dijo:
Dios es grande, me escuchó, cumplió mi sueño, porque siempre quise ver el mar, escuchar su cantar, admirar su inmensidad, y el ir y venir de las gaviotas y los pelicanos como acompañando sus olas.
Mi tía se marchó, pero su espíritu y enseñanzas me acompañan por siempre.
Nunca la olvidaré.