(En memoria del joven Juan Montoya, asesinado el 12 de febrero en Venezuela)
(SAN JOSÉ, 04 DE MARZO, 2014). ¡Ay, hija¡ ¡Qué difícil¡. La paz es como una batalla campal que libran solo aquellos valientes todos los días del mundo. Es el arador que se atrinchera en su miseria para disparar desde allí sobre los caldos de la angustia; es quien amasa el trigo dando pan a quien nunca ha visto, pero sabe que más tarde llenará de risa su barriga satisfecha.
Hija, la paz es como el amor que no puede quererse sin poder amarla antes; es algo así como ver caminar entre parques infantiles y presurosas madres abrazando la brisa para perfumar el mañana. Son los disparos convertidos en risotadas que brotan de los párvulos labios entre plazas, aceras y escuelas silenciadas a veces y faltas de una hostia gigante de maíz, sencilla como un anillo y complicada como un mercado persa.
No es, hija, la paz de los cementerios, porque allí nadie piensa. Nadie come; nadie camina agarrado de la mano con la cara hacia el sol, ni al anochecer nadie deja la camisa o el pantalón sobre el respaldar del sillón. Allí a nadie interesa construir el reino de Dios del que partieron hace mucho tiempo cargando quizá rencor y olvido por no haber disparado una sola vez a la vida con el fusil de la solidaridad.
Allí nadie se juega la vida frente a ningún tirano con sus bodegas repletas de aviones y tanquetas dispuesto a echarlas encima sobre quienes arrebatan el derecho a respirar, a masticar al menos dos veces al día y ordenar al frío esta noche quedarse fuera de los vientres de los niños y las costillas descamisadas.
La guerra es más sencilla aunque parezca mentira. Miras hacia el sur y ella está madura y posible porque el sol hoy brilló mucho y no había bronceador en el mercado; el higiénico satinado y oloroso a flores silvestres unos desalmados lo han desaparecido para darle leche a un cholo desgraciado, cuando ése crezca, ¡qué importa¡ si es hembra, negro, mulato, carpintero, “chófer”, dependiente o policía, será igualmente peligroso si es acostumbrado a oler la libertad y a jugar en el parque.
Por eso mejor incendiarlo. Quemen sus hamacas. Que los trampolines queden cenizas y llenen de llamas el bosque de “la subida de los naranjos”. Los grandes consorcios de médicos necesitan comer en exclusivos restaurantes, viajar a Miami periódicamente porque las playas son inseguras; no es posible por tanto, que hayan levantado centros de salud por todos lados con el petróleo que el Supremo ha dado a los mensajeros de la guerra. Es tan sencilla hacerla como tener una treinta y ocho guardada y en la Arboleda de San Bernardino y llamar a “Juancho” Montoya por su nombre y descargar en su cara el plomazo que da vida.
Periodista y abogado, UCR.