(SAN JOSÉ, 18 DE ABRIL, 2014-EL JORNAL). Corría la mitad de los ochenta y La Habana, Cuba, era un hervidero de periodistas, economistas e intelectuales que sosteníamos ( aún lo sostengo) que la deuda externa de América Latina y el Caribe resultaba a todas luces inmoral cobrarla, en la medida que habían sido las dictaduras militares y sus clases corruptas las que endeudaron y empobrecieron a estos pueblos. El suscrito seguía anclado en los grandes escritores románticos, leídos en el colegio José Martí, como Jorge Isaac, aunque de vez en cuando le “entraba” a la literatura psicológica de Horacio Quiroga; la costumbrista de Ricardo Guiraldes y a la obra que me hizo más periodista: Reportaje al “Pie de la horca”, del checo Julius Fucik.
Fue el escritor nacional y exdirector de mi querido Semanario Universidad, Carlos Morales, el que una vez- creo que él ni cuenta se dio- me metió en eso del “realismo mágico” de Gabriel García Márquez, con una obra para periodistas llamada “Crónica de una muerte anunciada”, que, sin que él se enterara, me fui a buscar calladito a la librería del siempre recordado Dante, el librero frente a la Biblioteca Carlos Monge Alfaro, el más generoso que he conocido. Me la paga a fin de mes, me dijo Dante, mientras absorbía su acostumbrado mate.
Después, ya ustedes saben, vino la curiosidad por “Cien años de soledad”, “El coronel no tiene quien le escriba”, La Hojarasca”, etc. Cuento esto porque a pesar de que “Gabo” estaba allá en su Colombia natal, México, Cuba, o que sé yo, siempre lo sentí cercano –quizá por la vena latinoamericana, tal vez por su posición a favor de las causas justas, lo ignoro, pero, lo sentí cercano, más cercano que muchos de los escritores costarricenses; sin embargo, nunca me imaginé conocerlo en el ascensor de un hotel del Vedado.
Lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Un jaquet “roquera” desteñida, pantalones de vaquero con remaches metálicos en las bolsas de atrás, lentes con aros plásticos nada finos, un bigote blancuzco y una sonrisa socarrona, jocosa, cuando ingenuamente le pregunté: ¿usted es García Márquez, el de Crónica?… Y no me dejó terminar. Más me sorprendió cuando coloquialmente me contó que venía de conversar con el comandante Fidel, amigo, amigo de verdad, del líder cubano.
“No es raro, añadió, que aparezca por acá a las dos de la madrugada”, cómo sondeándome a ver qué le decía. Me terminó de azurumbar cuando en el umbral de su aposento, contiguo al mío, me puso una mano en el hombro como si fuera un abuelito lleno de energía y me dijo con total humildad que en lo que él pudiera ayudarme contara con su persona, como si aquellos pocos segundos en el ascensor hubieran confirmado un viejo vínculo.
Pues, me dijo en tono coloquial, “para eso somos colegas, usted es muy joven, yo más viejo y, además, no olvide amigo, vecinos transitorios”. Y se echó una risilla.
En la noche del día siguiente, el asombro por aquel gigante casi se hace incontrolable cuando comenzó a una improvisada “confesión” que hoy sigo sin explicarme. Él apenas sabía que era un párvulo periodista y trabajaba como corresponsal de prensa, pues portaba un gafete bastante visible azul y rojo en el pecho y de él vagamente conocía que años atrás había laborado con la misma agencia de noticias.
¿Qué hace el vejote Joaquín Gutiérrez?, ¿Qué pasó con la vida de la valiente muchacha que desafió a los de la OEA en San José ( Virginia Grutter), ¿ Y del poeta Chase?, ¿Qué hace doña Carmen (Naranjo)? Supe después que Joaquín colaboró en su momento con Prensa Latina, que a Chase lo conocía el ministro de cultura Armando Hart y que a la Grutter casi nos la quitan los cubanos dándole la nacionalidad por sus aportes a la cultura, durante sus años mozos en La Habana.
Aunque hoy sigo sospechando que esta ráfaga de preguntas estaba encaminada a cerciorarse si conocía “algo” de algunos escritores nacionales que “ Gabo” conocía, me impresionó sobre manera hasta hoy, cuando lo despedí en silencio y a la distancia, su apertura ante un ingenuo periodista al que no se le ocurrió entrevistarlo, mas acaté solo diciéndole que eran mis primeras armas como corresponsal en la misma agencia en la cual el había corresponsal en Nueva York.
“Ah caray”, dijo, como extrañado de que todos los corresponsales de Prensa Latina conoceríamos al dedillo los aportes suyos a aquel sueño de la Revolución Cubana de ayudar a romper el cerco informativo en nuestro hemisferio.
Comprendí que “Gabo” nunca había estado lejos de nosotros, que nos conocía más de la cuenta y que éramos nosotros los que nos habíamos alejado de él. Era un ser excepcional, sin protocolos, hospitalario y profundamente humano.
Así pasaron algunos días: lo veía de lejos en la cafeteria o nos encontrábamos, él bajando y yo subiendo el ascensor. Allí comprendí nítidamente que en la humildad radica la grandeza de los hombres. La última noche que le vi antes de partir a San José andaba con “corronga” guayabera cubana beige, que casi le hacía juego con su bigotillo; quién sabe donde botó la jaquet roquera . Seguro nos volveremos a ver en el ascensor, pensé y aún lo pienso.
Periodista, abogado y notario graduado en UCR. El autor trabajó durante 25 años como coresponsal de la agencia cubana de noticias Prensa Latina.