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Día Mundial de la Poesía: Pintar el viento

Amanecer en los Andes de Alejandro Obregón.

Narración de Maqroll el Gaviero sobre Alejandro Obregón (el personaje). El texto es de una belleza extraordinaria

(SAN JOSÉ, COSTA RICA, 21 DE MARZO, 2019-EL JORNAL). “Pasamos a otra cosa. Se me ocurrió preguntarle qué estaba pintando ahora. Lo que me dijo es imposible de olvidar pero estuvo tan lleno de interjecciones que, al transcribirlo sin ellas, me da la impresión de estar traicionando a nuestro amigo. Esto fue lo que me dijo Obregón, en éstas o parecidas palabras: “Mire, Gaviero, la vaina de la pintura es muy sencilla.., pero muy complicada también. Se reduce a esto: hay que andar siempre con la verdad. Así como en la vida, en el cuadro sólo cabe la verdad. Ahí el cuadro se juega la carta de la inmortalidad. Mentir es falsificar la vida, es decir: morirse. ¿Está claro? Bueno.

Ahora viene el problema de los colores. Hay que estar a toda hora seguro de que uno, el pintor, es quien los maneja, quien los ordena. Quien los crea, pues, para no ir muy lejos. Pero ellos también hacen la fiesta por su cuenta.

Cuando se juntan y se convierten en un nuevo color es una gozadera que nadie puede imaginarse. Pero siempre, no se le olvide, siempre, mandando uno. Con el pincel o la espátula en la mano, sin temblar, sin titubear, con la seguridad de ser el dueño y señor de ese reino.

Al arco iris hay que mandarlo al carajo. Jamás rendirle cuentas, o el cuadro se pierde, naufraga en un mar de babas. Mire, con el arco iris y todo ese cuento hay que hacer lo que yo hice hace muchos años con una bandada de alcatraces que venían en formación volando muy bajo.

Creo que ya se lo conté. Estaba en la playa, cuando los vi venir. Dibujé con un palo una flecha enorme en la arena, que apuntaba en dirección contraria a la que traían los bichos. Cuando vieron la flecha se volvieron como tembos; daban vueltas encima de mí, rompieron la formación y, al rato, volvieron a reunirse y se largaron en la dirección que indicaba la flecha que hice en la arena o sea la contraria a la que traían.

Así es el cuento con la pintura: uno marca el destino de los colores y de la composición, del orden en que deben ir los elementos del cuadro. Ya sé, se dice fácil; pero así debe ser. Pero mire, Gaviero, si es la misma cosa que todas las vainas que le pasan a uno en la vida. Lo que uno no controla se vuelve siempre en contra nuestra.

Lo que ocurre es que la gente no entien­de esto. Bueno, la gente, usted sabe, la gente no sirve para gran cosa. Nada me fastidia más que la gente. Un poeta de mi tierra, que hubiera sido un muy buen amigo suyo y com­pañero ideal en el trasiego de los más densos alcoholes y de las tabernas más inverosímiles, decía: ‘¡Ah las intonsas gentes siempre dando opiniones!’

Bueno, pero eso es otra historia. Volvamos a la pintura. Quedarnos, entonces, en que lo que pinto, todo lo que he pintado en mi vida, hasta el dibujo más simple, todo es verdad y nada más que la ver­dad.

Y a mí lo único que me interesa, además, es que quie­nes vean el cuadro tengan de inmediato esa certeza. Ahora, lo importante es aprender a ver, llegar a saber ver, ver todo: las cosas, las personas, el cielo, los montes, el mar y sus criaturas. Todo lo que vemos esconde siempre una parte, la deja en la sombra. Allí hay que llegar, iluminar, descubrir, descifrar. Nada puede quedar oculto. Lo sé: es mucho pedir. Pero no hay otro remedio. El mar, por ejemplo; usted que lo ha transitado tanto y lo conoce tan bien. El mar es lo más importante que hay en el mundo. Hay que saber verlo, seguir sus cambios de humor, escucharlo, olerlo.

¿Sabe por qué? Por algo muy simple que todos creen saber pero creo que no acaban de entenderlo a fondo: porque allí nació la vida, de allí salirnos y una parte nuestra siempre estará sumergida allá entre las algas y las profundidades en tinieblas. Ahora ya casi estoy listo para emprender un viejo sueño que me ha perse­guido desde hace años: pintar el viento.

Sí, no ponga esa cara. Pintar el viento, pero no el que pasa por los árboles ni el que empuja las olas y mece las faldas de las muchachas. No, quiero pintar el viento que entra por una ventana y sale por otra, así, sin más. El viento que no deja huella, ése tan pare­cido a nosotros, a nuestra tarea de vivir, a lo que no tiene nombre y se nos va de entre las manos sin saber cómo. El viento que usted, como Gaviero, ha visto venir tantas veces hacia las velas y a menudo cambia de rumbo y nunca llega. Ése es el que voy a pintar. Nadie lo ha hecho todavía. Yo lo voy a hacer. Ya verá. Es cosa de saberlo sorprender en el pre­ciso instante en que su paso no tiene duda posible. Para eso, lo sé, hay que saber mirar, ya se lo dije; mirar el lado oculto de las cosas. Con el viento es lo mismo y lo que en verdad yo sé hacer es eso: mirar, mirar hasta no ser uno mismo. Bueno, ¡qué carajo! Ya me perdí otra vez, pero creo que us­ted me entiende Maqroll, porque si no me entiende estamos jodidos”. Le contesté que sí lo entendía y que, si bien me parecía todo muy claro, por otra parte esa manera de ver la vida suponía una exigencia, un ascetismo, una vigilancia muy difíciles de sostener en todo momento. “No hay otro remedio, Gaviero, no hay otro remedio, así es esa vaina”.

 

Texto tomado de la novela “Tríptico de mar y tierra”, de Álvaro Mutis, páginas 80,81,82 y 83, edición de la editorial Norma, 1998.

Flor carnívora, de Obregón.
Uno de los autorretratos del pintor Obregón.
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