(JUEVES 28 DE JULIO, 2022-EL JORNAL). Teníamos dos años o más de no entrar a una sala. Ni siquiera a los funerales de la Garbo pudimos acudir. Es que con la pandemia, y eso de ser población de alto riesgo, lo mejor era quedarse en casa.

Hicimos todo tipo de intentos, pero todos fueron fallidos. Los ganaba Prime, Netflix o HBO, con amplio marcador.

Pero ayer, rejuntamos dos o tres impulsos viejos, tiramos varios algoritmos y cábalas sobre “la presa”, el aguacero imprevisible, la falta de parqueo, el guachimán cobrando el doble, la fila en la boletería, el aire acondicionado tan frío, y ese hedor a palomitas y –bien enmascarillados con la N-95–, nos lanzamos hasta el Magaly.

María y yo no hemos dejado de ver cine. No, que va. Todo lo contrario. Talvez nunca vimos tanto cine. En medio de los diversos Covid visitantes nos pasamos todas las pelis y series que cualquier cinéfilo tiene obligación de ver.

Pero al cine-cine, democrático, compartido, en colectivo, con risas, gritos, y llantos multitudinarios; teníamos dos años de no asistir.

Y llegamos. Con las máscaras preventivas no reconocimos a nadie, y, lo que es peor, nadie nos conoció a nosotros. Antes todo era besos y abrazos, y hasta una copita de tinto en la inauguración. Ahora que va, si te vi no me acuerdo. Una peste es una peste.

Una muchacha, con tapabocas florido, me quedó viendo y me hizo: “mjum jum jum”… como yo andaba con saco rojo y corbatín, seguro pensó que era el acomodador. Yo le respondí lo mismo: “mjum jum jum”, y nos entendimos de maravilla. Cada uno jaló para su asiento.

La gran sala celeste estaba casi vacía, pero es que, con las muchas previsiones tomadas, llegamos demasiado temprano. De a poco se fue abarrotando.

No había buenos augurios. Lo único que teníamos seguro era el filme. Película ganadora de todos los Goyas del año y, con Javier Bardem, un santo de mi devoción desde “Jamón, Jamón”y “Sin lugar para los débiles”. Pero nada más, pues Fernando León de Aranoa era un director desconocido para los dos.

Aconteció todo lo contrario:  el Magaly se repletó, la gente apagó sus teléfonos, nadie trajo palomitas, el viejo de atrás se calló la boca y, en un profundo y respetuoso silencio, comenzó “El buen patrón” a producir sus efectos burlescos en el conglomerado de 800 sillones: una risita tímida por aquí y una risita inconexa por allá. Una tos sin virus por acullá y en fin, todo como en los viejos tiempos.

Hacia el pasillo izquierdo, abajo, una cabeza empinada y colocha empezó a reírse a grandes carcajadas. Y me dije yo: qué dicha, ese debe ser Oscar Castillo, el cineasta, que sabe más de cine que toda la Véritas y el Centro de Cine juntos. Ya estábamos en el antiguo ambiente y así fue. Una noche gloriosa, con la irónica tragicomedia del vendedor de básculas y un teatro gozoso que me revivió la esperanza por el cine multitudinario y en abundante compañía. ¡Como me gusta!

Porque con la variante Delta, la Omicrom 2, el cierre de salas y las pésimas predicciones, muchos lo quieren dar por muerto y enterrado. Y yo me resisto a creerlo, tal vez porque ha sido parte intensa de mi vida y estoy seguro que no me tocará verlo morir.

Me explico: si bien nunca antes lo he contado, desde muy güila he estado pegado a la gran pantalla, y aunque no hago memorismos y colecciones –como con los libros– el cine comunitario es parte esencial de lo que soy y, por supuesto, de toda mi obra.

Empecé viendo todo lo que proyectaba un pobre cine de barrio que me permitía entrada de gratis si les ayudaba a pegar los carteles engomados de las esquinas. Por allí, a la edad de 12 o 13 años, me soplé todas las rancheras de los hermanos Aguilar, de Aceves Mejía y de Pedro Infante; pero también las películas de Mastroianni, Sofía Loren, Humprey Bogart, Betty Davies y mil más de la Rank Organisation que hoy no puedo precisar.

Estaba flechado por el cine, pero en verdad no era algo ajeno, era parte de mí vivir, siempre fue así. Por eso ha sido tan importante volver al Magaly esta noche.

Después de las tardes del Reina, Raventós, Zaida, Guadalupe, Río, Palace, Variedades (¡por dónde no anduve!), y hasta del Líbano, donde vi las prohibidas para menores, porque los dueños eran amigos y me colaban en el segundo piso, empecé el cine de culto en los foros de Grupo Diálogo, Cecupo, y los festivales de la Garbo y del Capri. Y así hasta nunca acabar, incluyendo todo James Bond y todo Cantinflas.

Trabajando como redactor en La Nación, hice amistad con mi hermano del alma Carlos Catania, quien era crítico de cine en ese diario. No pudiendo Catania ver algunas películas completas por sus compromisos como actor teatral, acordamos –sin decirle a nadie– que él escribiría la mitad del artículo, salía corriendo para “María Estuardo”, y este atrevido fanático la terminaba. Así escribimos crítica de cine a cuatro manos a mediados de los 70. Creo que abordamos juntos “Harry y tonto”, de Paul Mazursky (primer Oscar a Ellen Burstyn) y alguna de las complicadas de Ingmar Bergman, que era nuestro ídolo en ese tiempo. Algo habré aprendido de Carlos, porque me quedó la maña y, trasplantado a La República, asumí la crítica de cine en ese diario, bajo total responsabilidad, y a solo dos manos.

En los años 80, por haber sido jurado del Premio Casa, me empezaron a invitar al Festival de La Habana. Iba cada diciembre y, cuando en el ICAIC se olvidaron de mí, acudí pagando todos mis gastos.

Allí las jornadas eran “puro cine”, de 9 de la mañana a 1 de la madrugada, con apenas un ratito para el almuerzo o tomar un café horrible en el mostrador del Yara. Unas diez películas por día, porque a veces me escapaba cuando era muy mala. Incluso “Napoleón”, de Abel Gance (rescatada por Coppola) duraba 16 horas. Mutis silencioso.

Ese festival me dio la ocasión de compartir cuando menos un café con grandes cineastas y artistas del mundo. Hago la enumeración solo para que se tenga una idea nítida de lo que es esta afición tan loca, y lo que era ese encuentro mundial del cine en nuestras tierras, sin duda el más importante de Latinoamérica. Allí me crucé con Jack Lemmon, Klaus María Brandauer, Lee Van Cleef, Oliver Stone, García Márquez, Harry Belafonte, Ford Coppola, Robert de Niro, Carlos Saura, Vicente Leñero, Pino Solanas, Robert Redford, Marta Bianchi, Susu Pecoraro, Luis Brandoni, Norma Aleandro, Héctor Alterio, Humberto Solás, Enrique Pineda, César Évora, Daniel Chavarría, Juan Carlos Tavío, y un etcétera que sería más largo que esta lista. Ahí concurría todo el mundo del cine. Tres festivales seguidos eran como un doctorado en la Véritas.

Me hubiera encantado toparme con la Brigitte Bardot o con Claudia Cardinale, jovencitas, pero eso no pasó. ¡Puros sueños de celuloide!

Con algunos artistas pude charlar y entrevistarlos, con otros solo un saludito de largo. Cuando uno anda viendo cine, anda viendo cine, no estrellas. Todo esto que narro se puede comprobar, con abundante material fotográfico, en los suplementos de Universidad de 1984 a 1990.

Y cabalmente fue allí, con ácido café cubano en el Palacio de las Convenciones, donde me peleé con Miguel Litín, el célebre director chileno de “El chacal de Nahueltoro”. Digo me peleé, por vara, pero no llegamos a mayores. Cálido debate a la cubana.

Resulta que estamos como en 1983 u 84. No hay Internet, ni celulares, ni tele cable, ni mini cámaras, ni diorama verde, ni mini teatros en los malls. Ese futuro de hoy no existía aún.

Lo estoy entrevistando sobre el cine y, cuando le exalto mi preferencia por el ritual de verlo ante escenario, con grandes grupos, en un anfiteatro y en pantalla gigante, me sale con el ex abrupto de que él prefiere ver el cine en su casa, en un tele y con un vinito a la mano.

Me calenté y le rebatí fuerte. ¿Cómo un laureado regisseur de la gran pantalla, me va a decretar allí mismo la muerte del cine democrático, cuando más apoyo necesitaba de público y productores?

Discutimos un poco y al paso del tiempo, parece que llevé las de perder: hoy todo el mundo ve cine en la casa y se evita las congojas del chaparrón, el parqueo y la hediondez de las palomitas yankis.

Pero no será tan fácil que el cine pierda. Eso mismo se dijo cuando apareció la televisión en los 60 y después el Betamax y el VHS y el Blue Ray y la Internet y las cableras…

Se había alargado la charla y Littín agarró su auto y me dejó solo en la oscuridad del Palacio. No había autos ni gente, ni buena luz. En eso, como un ángel negro, apareció un coche que me acercó hasta El Vedado (unos 10 kilómetros). Su propietario era el director del Festival, el amigo íntimo de Fidel y exembajador en París, Alfredo Guevara.

¡Sorpresas y gracias del cine!

Pero 30 años después, cuando ya ese rito mágico –según lo augures– debió haber desaparecido, vamos cayendo mi compañera y yo en un teatro pleno, de más de 800 butacas, con una película irónica, bella, magistralmente actuada y que no me atreví a aplaudirla en su THE END, solo porque esa fue una costumbre de tres décadas atrás y me podían apedrear con el pop corn.

Fue entonces cuando pensé que ese cine majestuoso, donde la comunidad comparte a teatro lleno, una historia de magia en el lienzo blanco, no va a desaparecer.

Mi teoría es que la condición humana de rebaño, ¿de gregaridad se podrá decir?, de disfrute en masa de lo bello, es inexpugnable, y siempre habrá modos de proyectar, de financiar, de agrupar y de sostener, una industria que ha iluminado a la Humanidad desde los Lumière, y ha permitido las alegrías más intensas y las reflexiones más revolucionarias y profundas en sus 150 años de existencia.

Ya sé bien que está decretada su muerte y que hasta Littín me lo enrostró, pero los humanos somos cabezones obcecados y tenemos muy claro: que la muerte es solo una forma de olvido y que no hay muerte cuando somos capaces de inventar o reinventar un recuerdo. Y ¿qué mejores recuerdos que los del cine?

La noche de “El buen patrón” en el Magaly, con aguacero incluido y palomitas agringadas, me despertó ese ímpetu de vida desde la muerte, y le dije a Oscar Castillo: “Ya verás que esto no se muere”.

No me creyó nada, me contradijo, pero vi alegre su rostro de viejo sabio, y mil veces emprendedor en la materia, haciendo milagros: sin plata, sin patrocinadores, sin celuloide, sin distribuidores, sin nada…Si acaso con una brocha gorda en la mano para embadurnar las viejas carteleras que, por los años 40, se colgaban en las pulperías.

No papá, ¡esto no se muere!

San José, Julio 25 de 2022.

Ingmar Bergman
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