Crónica de un viaje a la tierra natal del Nobel, quien el pasado 6 de marzo cumplió 85 años
José Eduardo Mora
“Se advierte de que en Aracataca y Fundación, donde se desarrollará el taller, no hay agua potable ni Internet”: así cerraba su convocatoria la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) en relación con el seminario dedicado a Eligio García Márquez, el hermano menor del Nobel, del que se cumplía su primer año de fallecido.
¿Cómo era ese pueblo que incluso a finales de 2007, cuando en el mundo giraban los satélites y escrutaban el universo, no tenía agua potable ni Internet, pero había sido la cuna del Premio Nobel de Literatura más aclamado de los últimos 25 años?
La primera sorpresa que se topa uno en Aracataca es que, en efecto, el mundo sobre el que García Márquez edificó su obra parece estar intacto en el tiempo y en el espacio, pero como él lo ha dicho una y otra vez en entrevistas y en sus propias notas de prensa: ha podido más la idealización que la realidad.
“Es mucho –yo diría que demasiado—lo que se ha escrito sobre las afinidades entre Macondo y Aracataca. La verdad es que cada vez que vuelvo al pueblo de la realidad encuentro que se parece menos al de la ficción, salvo algunos elementos externos, como su calor irresistible a las dos de la tarde, su polvo blanco y ardiente y los almendros que aún se conservan en algunos rincones de las calles”.
En Aracataca está el río, la casa de los abuelos, la iglesia de San José, la estación del tren, los almendros tristes, el calor incesante y soporífero de las dos de la tarde, como él lo ha dicho, las gentes en las hamacas, los nombres singulares, y las prácticas aún vigentes como las de los pasquines, pero todo eso no es nada extraordinario si se compara a Aracataca con Fundación, el pueblo pobre y olvidado que antecede a la tierra de García Márquez.
Lo que sí se ha sobredimensionado, y es aquí donde empieza a estructurarse el mito, es la esperanza desmesurada, como las metáforas que recorren el entramado textual de Cien años de Soledad, de que gracias al poder evocativo de ese mundo ficticio llamado Macondo, Aracataca se salvará del olvido político y gubernamental en que está sumida desde hace más de medio siglo, cuando García Márquez volvió con su madre para comprobar que lo que quedaba de aquella infancia feliz eran solo los recuerdos inverosímiles.
Si se escruta Aracataca con la serenidad necesaria, se llegará a la dolorosa conclusión de que es un lugar común y corriente, y que no es más que un pueblo perdido en el Caribe colombiano
¿Dónde está la magia entonces?
La clave para entender Aracataca-Macondo está en quitar esa gastada etiqueta de Realismo Mágico con que se cubrió toda la obra del escritor, incluso la que no pertenece a este ámbito, y seguir el rastro de la realidad cotidiana que él convirtió en materia novelística por una operación que un día en Barranquilla le descubriera el sabio Ramón Vinyes: la transformación poética.
Sin ella, aquel encuentro prodigioso entre Luisa Santiaga, y su comadre Adriana Berdugo, la esposa del boticario Alfredo Barbosa, no habría sido más que un detalle casual en su vida, y en cambio tocada por la transformación poética, García Márquez la convirtió en materia de primer orden para sus novelas, marcadas por la nostalgia de un ayer siempre huidizo, y escritos con base en un segundo principio sobre el que descansa toda su obra: el manejo prodigioso de la técnica de narrar.
Con Jaime por Aracataca
Tras cinco horas y media en una buseta desde Barranquilla, se llega a Aracataca, donde el primer signo para saber que se está en la tierra en la que vivió García Márquez hasta los ocho años, es el calor asfixiante que se percibe al arribar al pueblo de poco más de 20.000 habitantes.
Ese viaje lo hicimos, para sorpresa del grupo de 12 periodistas latinoamericanos convocados en diciembre de 2007, con Jaime García Márquez, un ingeniero de caminos que el Nobel sacó de su actividad para que dirigiera la FNPI junto con Jaime Abello.
Vestido de guayabera blanca, pantalón blanco, medias blancas, zapatos blancos y pelo cano, Jaime, a la distancia, tenía un cierto aire a su hermano, al que siempre se refirió como “Gabito”, como en efecto lo conocen en la numerosa familia de los García Márquez.
El taller, dirigido por la periodista venezolana Milagros Socorro, cambió un cien por ciento al estar Jaime, quien asistió a clases con nosotros, y a quien, cada uno con su estrategia, tratábamos de abordar para sonsacarle cómo era el Nobel en sus espacios familiares e íntimos, es decir, lejos de las luces de la fama que lo acompañan desde que en 1967 se publicara Cien años de Soledad, y desde que en octubre de 1982 le otorgaran el Premio Nobel de Literatura.
La presencia de Jaime también alimenta un secreto anhelo de todos, aunque ninguno lo admitamos en voz alta: y es que si él está, si el taller es dedicado a Eligio y si estamos en su tierra, en cualquier momento aparecerá Gabriel García Márquez.
Uno de los aspectos en que Jaime insistió durante las conversaciones casuales fue la satisfacción de Gabriel García Márquez de que en el acta que lo declaró Nobel se indicara que era en reconocimiento de su obra periodística y literaria.
–Se siente muy orgulloso de ser periodista, dijo.
Por eso, resaltó, él cree que debe pasar la antorcha de la literatura y el periodismo a los jóvenes reporteros del continente.
Y como la estrategia para adentrarnos en la vida del autor del Coronel no tiene quien le escriba, por medio de su hermano, era individual, pero con resultados conjuntos, no había ocasión en que no tratáramos de atrapar al vuelo pequeñas revelaciones o confirmaciones de cómo era el hijo de Gabriel Eligio García y Luisa Santiaga Márquez.
–A Gabito ya le pesa la edad. Cuando está en un lugar donde hay mucha gente me dice: “Jaime, siéntate a mi lado”, y es para que yo le haga como de arlequín (risas).
Otra de las confirmaciones es que todo su lenguaje y sus ritos en torno a las supersticiones no son manías para justificarse en público, sino que en efecto García Márquez es capaz de pedir un salero para cada uno de los comensales, aunque sean muchos en torno a una mesa, por el temor de que si se usa uno común pueda contagiarse con la mala suerte del otro, y ello pueda generarle consecuencias funestas en su vida diaria.
Una obsesión similar es con las rosas amarillas de las que él ha hablado muchas veces, y es que no le pueden faltar en su casa, porque ellas son sinónimo de buena suerte.
La técnica por encima de todo
Caminando por la Plaza Bolívar de Aracataca, cerca de donde está la escuela Montessori, donde García Márquez aprendió a leer, y donde según él ha contado en numerosas ocasiones, sintió por primera vez los estragos del amor, Jaime me cuenta a mí y al periodista argentino Diego Erlán– al que trato de despistar para poder obtener alguna joya en torno al Nobel para un reportaje que no sé cuándo ni cómo escribiré–, que a veces Gabito le pedía que confirmara este o aquel dato del que tenía dudas, y que había utilizado en uno de sus escritos.
En una ocasión, con motivo de “Vivir para contarla”, Jaime le dice que el recuerdo de la casa hay un detalle que no encaja en la vida real: y es que ubicó la escena de los niños en el segundo piso, y la casa de ellos en ese entonces, posiblemente cuando vivían en Sucre, no tenía segundo piso.
García Márquez hace entonces que Jaime le lea el pasaje y tras una breve reflexión le dice: “Jaime eso es cierto, pero también es cierto que así como lo conté queda mejor”.
Esta anécdota que parece ser simplemente eso, va más allá y obedece a su credo poético. Por eso los 30 o los 300 muertos de la bananera se transformaron en 3.000 muertos y así quedó para la historia, a tal punto de que un alcalde un día citó con puntos y comas el número de muertos en la matanza de la bananera, y a García Márquez no le quedó más remedio que aceptar que, una vez más, la ficción había modificado la realidad.
A raíz del cuento de Jaime, le digo que García Márquez, en una de sus columnas de los cinco tomos de su obra periodística, recopilada por la editorial Mondadori hasta 1983, había aceptado que el protagonista de Caracas sin agua, uno de sus tantos célebres reportajes, no era el alemán Samuel Burkart, sino que era él mismo, quien se había desdoblado en el personaje para poder contar mejor la historia.
Jaime no cree que eso sea así y quedamos en que le enviaré la cita exacta, donde, de nuevo, la técnica de la transformación poética se impone a la realidad y a la ficción.
Los hijos del telegrafista
Tengo que admitirlo públicamente, y fue que desde que vi a Jaime García Márquez en el grupo, se me ocurrió la idea de que a través de su mirada yo podría escribir un reportaje o una crónica diferente para acercar al lector a la grandiosidad de uno de los escritores más admirados y queridos, y quizá el mejor de lengua española del siglo XX.
De ahí que regresé de Aracataca con una libreta llena de notas. Las enumeré. En total: 44. Cuatro años después y los recuerdos nítidos de mi estadía en la tierra del Nobel, me sirven de base para compartir este fresco sobre la emoción, el mito, la esperanza y la frustración que se teje en su pueblo natal en torno a la figura de García Márquez, quien tuvo que salir de su país a raíz de la violencia que se desató con el conflicto armado.
Mientras caminábamos por el camellón de Aracataca, próximo a donde está el camellón dedicado a Juan Rulfo, Jaime, me va contando historias sobre la casa de los abuelos, hacia la que nos dirigimos una tarde de diciembre.
Las casas sencillas a uno y otro lado de la vía delatan la soledad en que está sumida Aracataca, que meses antes había rechazado, en un plebiscito, la posibilidad de que en adelante se pasara a llamar Macondo, en honor al mítico pueblo de Cien años de Soledad.
Rumbo a la casa, ya el colega argentino, se había rezagado un poco, y Jaime, en una actitud propia de viejos amigos, pone su mano en mi mi hombro y me sigue contando historias en torno al pueblo natal del Nobel. De pronto, en la calurosa tarde, emerge un hombre moreno, con la camisa desabrochada, y grita: –Jaime.
Y Jaime le replica con el nombre, y se funden en un abrazo, como viejos amigos que son, aunque Jaime me confiesa luego que tiene rato de no verlo.
Este pasaje, de nuevo, revela una condición especial de los hijos del telegrafista: –nosotros somos gente muy sencilla, me dice Jaime, y de verdad que lo son, lo he descubierto desde el primer instante.
Y lo son, en parte, porque la familia de Gabriel Eligio García y Luisa Santiaga Márquez se caracterizó en buena parte de su vida, por ser “muy pobre”.
–A Gabito le decimos que él es el genio de la familia y él siempre lo ha negado. Una vez lo cuestionamos, para que nos dijera por qué creía que no lo era, y nos dijo:–genio era mi mamá que yo no sé cómo hacía para que todos pudiéramos comer. Eso sí, nosotros no éramos pobres, es que éramos muchos.
Una edición pirata
En la casa donde nacen y se cuecen casi todas las historias de García Márquez hay emoción de quienes la visitamos, pero en ese momento, como estaba en reconstrucción, lo más fiel a ese pasado era el enorme árbol de pijivaí que está al lado de la vivienda, donde otrora hubiesen santos de tamaño natural y los infaltables animes que tanto lo aterrorizaron, y donde la abuela Tranquilina Iguarán Cotés contaba historias que el niño narraría muchos años después con la aspiración de hacerlo mejor que ella.
Entre los recorridos por los diferentes puntos esenciales de la obra garciamarqueana, que son perfectamente constatables en Aracataca, está también la casa del telegrafista, cuyo personaje inspiró El amor en los tiempos del cólera.
Tras la visita y ya en el centro de Aracataca me topó con dos jóvenes, una de ellas odontóloga y le pregunto qué queda del universo transpuesto por el escritor en su pueblo y me dice que la práctica de los pasquines, recogida en La mala hora, es infalible y que quien quiere meterse en política tiene, primero, que revisar con minuciosidad su pasado, porque si tiene algo “sucio”, los pasquines, como por arte de magia, aparecerán debajo de las puertas y con demoledoras revelaciones.
Lo más extraordinario de esa noche en el centro de Aracataca, es descubrir que en una esquina se vende una edición pirata de Cien años de Soledad, en cuya portada está un galeón español, pero no es, desde luego, una copia de la portada original diseñada por Vicente Rojo.
Ante esta revelación, casi inverosímil de copias piratas de la novela creada con base en rasgos de este pueblo, por un momento vacilo en mi intento de desmitificar el mundo del autor, porque esto se me parece mucho al realismo mágico.
Todos son Gabo
En Aracataca, además del calor característico y los bici-coches en los que se moviliza la gente, hay un algo en el aire que le pertenece a todos y que unos aceptan abiertamente y que otros solo con cierta timidez y con un sentimiento de pudor: y es que todos creen llevar dentro de sí tantas y tan buenas historias como las historias con que Gabriel García Márquez puso la literatura de América Latina en el mundo, y con las que se desató el boom latinoamericano.
Un viejo, de piel oscura como la noche en que lo conozco, me cuenta que tiene sus novelas y que incluso García Márquez leyó una de ellas y que lo refirió con una escritora en Bogotá. Se le nota la nostalgia en su rostro y un sentimiento de derrota, porque él sabe que ese libro, posiblemente nunca, verá la luz.
Él cuenta su verdad, pero siente en el fondo de su alma que su novela seguirá inédita por el fin de los días, y sabe que uno percibe esa nostalgia en sus palabras, en su mirada y en sus manos cansadas, mientras alrededor la noche avanza y hay calor, y hay gentes que van y vienen por el centro del pueblo y que ya está instalado algo que solo se puede constatar ahí, en el lugar de los hechos, como decía el periodismo de la vieja guardia: es hora de vivir la transformación de los espíritus. La pobreza, que de día lástima y golpea, en la noche se olvida y el ser caribeño surge en toda su expresión.
Para los periodistas invitados, hay en esta última noche en Aracataca una sorpresa: el Rey del Vallenato, ganador durante dos años consecutivos, Julio Rojas, ha venido desde Santa Marta para compartir su arte.
Ya en el baile, las almas se transforman. La realidad, la cruda realidad de que Aracataca sufre un abandono gubernamental enorme y de que al pueblo lo salpican los ecos de la guerra, con los paramilitares instalados cerca, y con la amenaza de que están en la Sierra Nevada, se olvida y se impone el entusiasmo.
Al son de los vallenatos, veo a un hombre mayor, de unos 60 años, quitarse la camisa para escurrirla, apenas con las primeras piezas del acordeón de Julio Rojas. Las historias del vallenato van y vienen, y el mundo gira distinto en el pequeño salón.
Antes de despedirnos, Bernardo López Silva, un biólogo que volvió a Aracataca porque lo jalaba la nostalgia tras sus años en España, toma el micrófono y le entregó a los periodistas una camiseta con el emblema de Aracataca, que no era otro que una foto del Nobel incrustada en el costado izquierdo, y dice que es un “recuerdo, un recuerdo”, la voz se quiebra un poco, para que “no nos olviden”.
De nuevo surge de manera solapada la materia prima con que toda su vida ha trabajado el escritor: la nostalgia.
Ya es de madrugada, casi es hora de partir de Aracataca, donde se respira la sensación de que las gentes siempre están esperando a García Márquez, y donde también nosotros lo hemos esperado, con la secreta ilusión, la misma de los habitantes de este pueblo caribeño, de que de un momento a otro aparecería para salvar del olvido eterno a esta comarca– en la que no hay agua potable ni Internet–, pero que en su mayor delirio sueña con convertirse en lugar de peregrinación de los admiradores del Nobel, y salir, de una vez y para siempre, de la pobreza y la nostalgia que se palpa en sus calles, en las casas viejas, en la estación del tren, en los almendros tristes y en las acequias que relumbran con el calor del mediodía.
Publicado originalmente en el suplemento Libros del Semanario Universidad