Aquella San José de nostalgias y sueños

Por Guillermo Barzuna*

(SÁBADO 09 DE ENERO, 2021-EL JORNAL). ¿Como no convocar la nostalgia? La recorrimos bajo la lluvia finita de noviembre, envueltos por el frío delicioso de diciembre; buscábamos las sombras de los edificios en marzo, veníamos ponerse el sol por la Sabana en las tardes de verano. Desde la ventana de nuestra casa se nos aparecía el cormeta mañanero, o nos asus­taba el hongo de ceniza sobre el volcán Irazú. Corríamos por ella rumbo a la escuela, nos cui­daba en los juegos del barrio y miraba hacia otro lado en los paseos de los novios.

Esas callen se prestaron para encuentros y sor­presas: ¿Sería cierto que aquel joven que nos firmó una libreta con su apellido «Gatica», era el inmortal cantante chileno? ¿Y de veras nos mostró nuestro padre a Fulgencio Batista, im­pecable en su guayabera blanca, solo frente al viejo Club Unión? ¿Era Tuzo Portugués el an­ciano erguido que nos saluda frente a la soda Palace?

Además de ser espacio de la expresión política y la rebeldía social, San José fue, para las su­cesivas generaciones, el ámbito de la búsque­da personal. Entonces, la urbe no era todavía ajena ni amenazante. Por el contrario, la vida

entera se anudaba alrededor de las calles es­trechas y tranquilas, en los espacios sociales conocidos: el barrio de sencilla geografía, el cine, el paseo, el teatro, la comida, el trago.

Recordamos, añorantes, los años juveniles, cuando la ciudad, abierta y habitable, surgía como opción de libertad: la ciudad fue nuestro espacio de liberación. Salir de la casa y apro­piarse del espacio público fue el descubrimien­to de que era posible vivir, amar, disfrutar de otra manera, ajena al canon conservador fa­miliar.

La ciudad se abría llena de posibilidades infinitas de tertulias, foros, teatros. Asistíamos al teatro al aire libre; íbamos al gallinero del Tea­tro Nacional a escuchar a Philippe Entremont, a Serrat, a Atahualpa Yupanqui, ver al bailarín An­tonio Gades. Descubrimos pasajes ocultos que nos hacían llegar desde la gradería hasta las butacas, distraíamos en equipo a la boletera y nos colábamos en la consabida cultura de la danza, la ópera, el teatro de títeres y la música sinfónica casi de gratis.

Durante ese inolvidable deambular, veíamor asombrados cómo en la cotidianidad del paisaje citadino se mezclaban de pronto figura míticas: Carlos Martínez Rivas, encerrado en un hotel frente a un calendario lleno de calaveras dibujadas por él, o escondido en algún bar de mala muerte. José Coronel Urtecho, a regañadientes en la ciudad, recordando la «vida poeta en el campo»; Ernesto Cardenal, recindo en el pretil, Sergio Ramírez tantos años ale­jado de su país.

 Algunos pasaban fugazmen­te y dejaban honda huella: Eduardo Galeano, Lincoln Silva, Rafael Alberti, María Elena Walsh, Julio Cortázar, Arahualpa del Cioppo. Otros se quedaban para siempre, como tantos actores chilenos, argentinos y uruguayos que llegaban a «esta aldea» huyendo de la bota militar. Con otros rostros retornaban los personajes de los cuentos de nuestros padres y abuelos, quien nos enteraban que también antes habían vivi­do aquí infinidad de poetas, artistas y políticos Rubén Darío, José Santos Chocano. Juan Aburro. Y el Che Guevara, visitante de la soda Palace.

Creíamos habitar en la ciudad y no nos dábamos cuenta en ese momento de que ella nos habitaba a medida que la recorríamos. Nuestra breve huella sobre las aceras, en la carpa que cobijaba el espectáculo, en la cantina, en los espacios subterráneos, en los pubs del Barrio Amón, en la discoteca, no la marcaban, más bien estampaban en nosotros el sello de una nueva identidad.

Recorríamos la ciudad sin temor y también sin conciencia de que nos estaba enamorando, que sin saberlo ya pertenecíamos a ese conjunto abigarrado de edificios, comercios, personas, espectáculos. Era una forma de apropiarnos de esa “galería ignorada» que nos desnu-
daba la ciudad  de sus muros y su herencia, sus decires, sus grafiti, su pregón callejero.

Conversábamos con un café hasta que nos echaban. Sobre todo eso:conversábamos. La palabra fue nuestra aliada siempre junto con la defensa de la alegría, y del buen humor, por aquello de quien ríe y canta los males espanta.

La palabra y tal vez también el silencio, como recuerda Mercedes. «sentados a la orilla del caño para comernos cualquier cosa, toda la mesada de 300 pesos se nos iba en armar ese momento feliz. Muchas veces veíamos hacia arriba e intercambiamos miradas con la luna. ¿De qué hablábamos, vos te acordás? ¿Qué hacíamos todo ese tiempo? Será que el silencio no nos aburría, porque no me acuerdo de nada. Sí, eran ¢300 con mucho valor adquisitivo. Con ellos comprábamos la luna, el farol, la niebla, las estrellas y las risas, porque si hoy he olvidado las palabras será porque no hacían falta”.

Descubra otra San José en las segundas plantas. (Foto Jorge Scott).

 

*Texto del libro Levantar la mirada, Segundas Plantas en San José, de Flora Ovares y Guillermo Barzuna. Publicado en diciembre de 2020.

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